Saturday, November 23

La lección chilena para luchar contra las multinacionales y alcanzar la soberanía tecnológica

Al conmemorarse el 50 aniversario del golpe de Estado en Chile, es tentador presentar a Allende como una figura trágica que se defiende de los intentos para derrocarle. Pero existieron iniciativas radicales y utópicas que desafiaron la agenda imperialista, como crear el equivalente tecnológico del FMI.

Fuente: El Salto Diario

Por: Evgeny Morozov

Evgeny Morozov es autor de Santiago Boys y fundador de Syllabus.
@evgenymorozov

El 1 de agosto de 1973 se celebró en Lima, Perú, una cumbre diplomática aparentemente mundana. Pero lo cierto es que la agenda de la cumbre tenía poco de mundana. Más bien, era del todo revolucionaria. Los asistentes –en su mayoría diplomáticos de alto rango de Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador y Perú– aspiraban a crear un orden mundial tecnológico más justo. Un orden mundial que podría haber evitado el auge de Silicon Valley y de las grandes empresas tecnológicas.

Un buen primer paso, pensaban en la época, era unir fuerzas y explorar formas de frenar la creciente influencia de las corporaciones multinacionales. Esto era especialmente relevante en el ámbito de las tecnologías avanzadas, la mayoría de las cuales procedían de Estados Unidos y Europa Occidental. A menudo, estas tenían que importarse a América Latina a un coste excesivamente elevado. De acuerdo con las conclusiones de un estudio académico, entre 1962 y 1968 los pagos por servicios tecnológicos se llegaron a duplicar en Chile. Este documento también muestra que las empresas del país en ocasiones pagaron por patentes caducadas o inexistentes.

El Pacto Andino para un mundo tecnológico alternativo

Fue con el objetivo de evitar los límites impuestos por estos absurdos obstáculos derivados de la influencia externa que las cinco naciones reunidas en Perú firmaron cuatro años antes el Pacto Andino. Este acuerdo regional de libre comercio tenía una orientación radical, algo de lo que carecen en la actualidad, y pretendía fomentar la búsqueda conjunta de la industrialización y el desarrollo económico de los cincos países firmantes. Estos querían aunar su poder político para evitar los elevados costes asociados a la importación de tecnología extranjera. El pacto también fomentó el establecimiento de proyectos conjuntos de investigación y desarrollo para crear alternativas tecnológicas nacionales.

Orlando Letelier, entonces ministro de Asuntos Exteriores del presidente socialista Salvador Allende, fue quien encabezó la delegación chilena durante las negociaciones del acuerdo en Lima. En su discurso, se hizo eco de los algunos aspectos radicales existentes en la agenda tecnológica de Allende. “Vivimos en un mundo donde el concepto romano de propiedad, cuando se aplica a la tecnología, fomenta la explotación”. Letelier también lamentó la creciente dependencia tecnológica de la región. “Aproximadamente 500 corporaciones multinacionales controlan el 90% de la tecnología productiva del mundo”.

Para mitigar tales desigualdades materiales, Letelier abogó por la creación de una nueva institución internacional. Esta debería facilitar el acceso de los países en desarrollo a los beneficios de la tecnología y la investigación avanzadas, incluidas las patentes, de forma similar a como el Fondo Monetario Internacional (FMI) concede acceso al capital financiero a los países.

Pero el Fondo Internacional de Tecnología que Letelier planteaba adoptaría un enfoque menos prescriptivo que el FMI y estaría menos subordinado a Estados Unidos. Se trataba por este motivo de un proyecto de orden tecnológico mundial alternativo, basado una idea que la mayoría de los analistas contemporáneos pasan por alto: el retraso tecnológico de un país es el resultado de factores geopolíticos y geoeconómicos de largo recorrido, y casi nunca se debe simplemente a la existencia de burocracias rígidas o a la falta de cultura de la innovación en un país determinado. En otras palabras, el éxito en la batalla tecnológica mundial radica en el poder y la soberanía que sea capaz de alcanzar un país, no de su capacidad para la inventiva o creación de nuevas ideas o políticas públicas.

En el nuevo sistema mundial previsto por Letelier y Allende, cada nación, incluidas las que actualmente se engloban bajo el Sur Global, sería capaz de desarrollar su propia base industrial y tecnológica. Esta estrategia evitaría que se vieran obligados a alquilar tecnologías –lo que hoy serían la computación en la nube o la inteligencia artificial– a las multinacionales extranjeras, deteniendo así el ciclo de su dependencia tecnológica y económica nacional.

Sin embargo, la visión de un orden mundial tecnológico alternativo que proponía Letelier nunca se hizo realidad. Apenas seis semanas después de la cumbre de Lima, el 11 de septiembre de 1973, el gobierno de Allende fue derrocado por un golpe militar que dio paso a la cruel dictadura del general Augusto Pinochet. Orlando Letelier, lejos de convertirse en el dirigente de un bloque regional socialista, pasó los 12 meses siguientes encerrados en campos de concentración bajo condiciones brutales, junto con muchos otros destacados miembros del gobierno de Unidad Popular.

Tras su liberación y exilio en Estados Unidos, Letelier luchó fervientemente por la causa antipinochetista y se convirtió en un vehemente crítico de los economistas neoliberales que asesoraban al gobierno chileno en aquel momento, conocidos como los Chicago Boys. Un mes después de que Nation publicara su gran denuncia de Milton Friedman y sus seguidores –un ensayo que mostraba la bancarrota de las soluciones neoliberales para los males de la economía chilena–Letelier sufrió un final trágico. Su coche voló por los aires en Washington, DC, en lo que fue un atentado realizado por orden directa del régimen de Pinochet. Un mes después de que le quitaran la vida los Agentes de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), la policía secreta del régimen de Pinochet, Chile abandonó el Pacto Andino. Este fue el final de la ambiciosa –y completamente olvidada– lucha de Chile por reclamar las tecnologías como un dominio que corresponde al sector público, la cual permite imaginar cómo debería ser la agenda actual contra las Big Tech y el capital global.

Al conmemorarse el 50 aniversario del golpe de Estado chileno, resulta tentador presentar a Allende como una figura trágica pero desventurada, que pasó la mayor parte de su efímera presidencia defendiéndose de los intentos de derrocarle. Es cierto que la ambiciosa agenda esbozada en “40 medidas”, el famoso programa electoral de la coalición de seis partidos Unidad Popular de Allende, quedó relegada por los esfuerzos del gobierno por sobrevivir a los ataques de la CIA, las empresas multinacionales, los oligarcas chilenos y varios movimientos terroristas de extrema derecha.

Y sin embargo, pese a todos los problemas y crisis, existieron toda una plétora de iniciativas radicales, utópicas e incluso herederas de otro mundo que aún hoy tienen el poder de inspirarnos. Sorprendentemente, muchas de ellas tenían que ver con la tecnología, el impulso de Letelier para crear el equivalente tecnológico del FMI fue sólo uno de los muchos ejemplos de ello.

La Escuela de tecnología de Santiago

La Escuela de Santiago debe su existencia al hecho de que la Comisión Económica de las Naciones Unidas para América Latina y el Caribe (CEPAL) tiene su sede en la capital chilena. Durante las primeras décadas que siguieron a su creación en 1948, esta institución desafió la visión dominante del libre comercio –y del papel que tenía la tecnología en él –defendida por los economistas de Chicago y del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT).

Pensemos en un país más rico que vende coches a otro más pobre, quien a su vez le corresponde con plátanos. En teoría, a medida que ambos se especializan e introducen innovaciones tecnológicas en el proceso de producción, los precios de ambos productos bajan. Todo el mundo está contento con el resultado de este intercambio, el progreso sigue su curso.

Ahora bien, los economistas de la CEPAL (o cepalinos) discreparon de esta predicción optimista presente en la visión ortodoxa de los economistas neoliberales. En su contra, argumentaron que, con el tiempo, los países desarrollados suelen salir reforzados en este tipo de intercambios en el mercado capitalista global. En primer lugar, la innovación tecnológica beneficia más a los fabricantes de automóviles que a quienes cultivan plátanos. En segundo lugar, los países ricos que suelen producir bienes más avanzados también tienen sindicatos poderosos que, al defender los intereses de sus trabajadores, impiden que los precios de los coches se ajusten de manera tan rápida con el de los plátanos, sectores más expuestos a la precarización y ausencia de covenios colectivos fuertes.

Es por estos motivos que los economistas de la CEPAL argumentaba que, en un mundo donde la tecnología es cada vez más sofisticada, el libre comercio termina favoreciendo a los ricos y a los poderosos: con el tiempo, señalaban, harán falta cada vez más plátanos latinoamericanos para pagar un coche europeo. Citando a un uno de los participantes en este debate sobre teoría económica –el ex presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso, quien por entonces era un académico corriente– la mano invisible del mercado se parece más a la figura cinetematográfica de la madrastra malvada: en lugar de corregir las desigualdades, las agrava.

De ahí la discrepancia de la Escuela de tecnología de Santiago/CEPAL respecto a la visión librecambista de Chicago: en lugar de aceptar el libre comercio y eliminar los aranceles, afirmaban, los países en desarrollo deberían utilizar la política comercial e industrial para fabricar de manera local aquellos productos que necesitan para su desarrollo, en lugar de importarlos desde el extranjero. Quizá no sea posible producir el coche entero en un principio, pero sí, por ejemplo, los volantes y neumáticos.

El auge de la teoría de la depedencia 

Esta política, conocida como industrialización por sustitución de importaciones, se ganó rápidamente el apoyo de los gobiernos reformistas de toda América Latina. Fue sin duda la idea política más candente de los años cincuenta. Y así fue hasta que, una década después, algunos economistas y sociólogos disidentes de Santiago –muchos de ellos, como Cardoso, eran brasileños que huían del golpe militar de 1964– empezaron a comprender sus límites.

El primero de ellos, que no se pueden fabricar volantes de la misma manera en que se cultivan plátanos, pues los primeros necesitan máquinas mucho más caras y el tipo de conocimientos técnicos que están protegidos por las leyes de propiedad intelectual. Si un país se limita a importarlos de Estados Unidos y Europa Occidental, con la esperanza de “industrializarse” y crear industrias avanzadas, afirmaban los cepalinos brasileños, correrán el riesgo de desarrollar una dependencia aún mayor sobre las economías avanzadas y las empresas multinacionales.

Esta radicalización de la agenda inicial de la CEPAL se conoció como teoría de la dependencia, y sus postulados arrasaron en la ciudad de Santiago. Al fin y al cabo, no podía ser de otra manera. Entre 1960 y 1970, la capital chilena se convirtió en el refugio de muchos intelectuales radicales europeos y latinoamericanos: la “capital de la izquierda”, como la bautizó Gonzalo Cáceres. Podemos mencionar a Alain Touraine, Manuel Castells, Armand Mattelart, Franz Hinkelammert, Ruy Mauro Marini, Maria da Conceição Tavares: intelectuales de izquierda internacionales de distintas disciplinas heterodoxas que hicieron de Santiago su hogar (y eso sin contar el impresionante talento nacional que existía en este bloque cultural, desde Pablo Neruda hasta Marta Harnecker).

Sea como fuere, a pesar de todos sus defectos e incoherencias, la teoría de la dependencia acertó al resaltar una aspecto fundamental: la tecnología representa la última frontera del poder y la acumulación capitalista. Y lo hizo, además, una década antes de que se fundara Apple. En las palabras  de André Gunder Frank, un economista alemán formado en Chicago que desertó del campo neoliberal para enseñar en Brasil y más tarde en Chile: “La tecnología estadounidense se está convirtiendo en la nueva fuente de poder monopolístico y en la nueva base del colonialismo económico y del neocolonialismo político”. Gunder Frank subrayó estas palabras en los 1960, pero bien podría haber estado hablando de las tecnologías contemporáneas, la computación cuántica, el 5G o la inteligencia artificial.

La Escuela de Santiago consideraba que la lucha por la soberanía tecnológica era fundamental para cualquier soberanía económica significativa y, con ella, para el desarrollo nacional. Sin construir una base tecnológica y científica autónoma, un país que ensamblaba automóviles es tan dependiente como un país que cultiva frutas tropicales. Lo cierto es que, como dijo entonces el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro, amigo de Allende y miembro distinguido de la Escuela de Santiago, no hay mucha diferencia entre ser una república bananera y una república Volkswagen. 

En definitiva, la razón por la que la postura de la Escuela de Santiago de tecnología parecía tan radical fue, en parte, porque socavó el relato ortodoxo más optimista que proporcionaba la teoría de la modernización, el cual contributó a dar formar a gran parte de la postura de Washington en la Guerra Fría. Desde el MIT, Stanford y la Rand Corporation, los teóricos de la modernización sostuvieron que el progreso tecnológico y el económico iban de la mano. Así, mientras los países pudieran llegar a un punto de “despegue” –principalmente tomando prestadas las soluciones que habían funcionado en Norteamérica o Europa occidental– su trayectoria de desarrollo ascendente estaría asegurada.

La Escuela de Santiago nunca estuvo de acuerdo con esta posición, pues consideraba que el control extranjero sobre la tecnología representaba un cuello de botella clave en el camino hacia el desarrollo industrial y a la soberanía política. En su lugar, abogaron porque cada nación del Sur global tuviera la capacidad de desarrollar su propia base tecnológica. Allende lo expresaba en una ocasión de la siguiente forma: “Tenemos derecho a diseñar nuestras propias soluciones”.

En efecto, la posición radical que impulsó esta escuela de pensamiento no solo tenía que ver con el desarrolló autónomo de una política comercial e industrial, como había predicado la CEPAL durante décadas. También implicaba tener una agenda política a la altura. En el caso de Chile, esta incluía: enfrentamientos con las multinacionales que obstaculizaban el progreso tecnológico soberano; la radicalización de ingenieros y científicos que a menudo se escondían tras el barniz neutral de la ciencia; y la experimentación con nuevas herramientas informáticas de planificación y gestión para demostrar que la burocracia puede ser tan eficaz en la gestión de la economía como el mercado. 

Intel, el rol vanguardístico de sector público

Chile no fue solo el principal campo de pruebas para las recetas políticas neoliberales, sino que existió una agenda alternativa, la Escuela de Santiago, incluso antes de que el gobierno de Unidad Popular llegara al poder. Aproximadamente un año antes, Chile creó una agencia gubernamental, el Instituto de Investigación Tecnológica (INTEC), cuya misión era ayudar a las empresas nacionales y a los ministerios a adquirir las habilidades necesarias para el desarrollo nacional.

En esencia, centralizaba los conocimientos tecnológicos y los ponía a disposición de la industria, reduciendo la dependencia extranjera de Chile, al tiempo que se fomentaba la capacidad local. En cierto sentido, INTECfue el anti-McKinsey de su época. Solo que en lugar de ayudar a seguir el dogma de la austeridad, reducir el tamaño del sector público y hacerlo más favorable a las lógicas del mercado, colocó a diseñadores, científicos e ingenieros al servicio del desarrollo nacional.

Además de esta agenda interdisciplinar, INTEC formaba parte de una institución mucho más grande del Estado chileno: la Corporación de Fomento del Estado (CORFO), cuyo cometido hasta el momento había sido movilizar el capital nacional y extranjero para liderar el desarrollo de nuevas industrias importantes, como la siderúrgica, cruciales para los esfuerzos de industrialización de Chile. 

Si bien la CORFO compartía una agenda similar a la Escuela de Santiago de tecnología, estaba estrechamente vinculada al capital industrial chileno. Ello le llevó a ser un blanco frecuente en los ataques –incluidos los de un joven senador llamado Salvador Allende– de la izquierda, que acusaba a la empresa pública de no ser lo suficientemente estratégica, especialmente cuando su labor se reducía a privatizar las industrias que había alimentado anteriormente a base de transferencias públicas. Por tanto, cuando llegó al poder, Allende radicalizó la agenda de la CORFO, convirtiéndola en un mecanismo de política industrial para acelerar la búsqueda de la soberanía tecnológica de Chile. 

La CORFO tuvo un rol tan importante que incluso lanzó una Compañía Nacional de Electrónica, a la que de hecho se encargó la construcción de una planta de semiconductores en el norte del país. Ello podría haber permitido a Chile –otrora un mero exportador de nitratos y cobre– convertirse en una economía tecnológicamente sofisticada y capaz de satisfacer sus propias necesidades de desarrollo.

En otras palabras, si Allende hubiera podido promulgar todas las recetas políticas que había diseñado la Escuela de Santiago, el país podría haberse convertido en la Corea del Sur o el Taiwán de América Latina. Sin embargo, a diferencia de ellos, Chile no era un Estado autoritario de derechas que suprimía los derechos de los trabajadores en favor de la industrialización. Si algo destruyó el golpe, ello fue la posibilidad de una industrialización de izquierdas –y plenamente democrática– en América Latina.

La batalla tecnológica contra ITT

Además de todo ello, la búsqueda de la soberanía tecnológica por parte de Allende requería algo más que el envío de consultores procedentes del sector público en Intec para racionalizar y organizar la producción. Hemos de entender que el país también necesitaba enfrentarse a una realidad política: entre otras, que algunas de las infraestructuras de telecomunicaciones más importantes de Chile, como los teléfonos y télex, estaban en manos de la misma multinacional tecnológica extranjera que la Escuela de Santiago consideraba perjudicial para el desarrollo nacional: ITT, con reputación controvertida en la región incluso antes de la llegada de Allende al poder. 

Durante la década de 1920, ITT aprovechó la conexión de sus fundadores con Wall Street para expandirse rápidamente en América Latina. Si bien sus raíces se situaron primeramente en Puerto Rico y Cuba, ITT pronto se estableció en territorio estadounidense. Al fin y al cabo, esta relación virtuoso contribuía en gran medida a que el Estado estadounidense ganara la batalla por la supremacía mundial de las telecomunicaciones frente al Reino Unido durante la época.

No obstante, el servicio que desempeñaba la compañía seguía elvando fuertes críticas. A principios de la década de 1950, la ITT gozaba de la antipatía de muchos de sus clientes locales, quienes denunciaban tarifas exorbitantes y escasas inversiones en mejoras de la infraestructura. Como consecuencia de esta falta de dinamismo, las economías locales se estancaron: a merced de las fuerzas del mercado, las telecomunicaciones –un importante factor de desarrollo económico– se pueden convirtir más en un obstáculo que en un facilitador.

El joven Fidel Castro –entonces aspirante a abogado– tenía esta lección tan claro que incluso llegó a demandar a la filial local de ITT en Cuba (su bufete ganó el caso, pero la sentencia fue anulada por el dictador Fulgencio Batista). Por tanto, a nadie le extrañara que el gitante tecnológico estadounidense fuera una de las primeras empresas que Castro nacionalizó en 1960, poco después de que la Revolución Cubana que había concluido un año antes le llevara al poder.  

La audacia de Castro pudo hasta haber inspirado a Leonel Brizola, uno de los gobernadores radicales de Brasil que en 1962 procedió a hacer lo mismo con las propiedades locales de ITT en su estado. Dado que los tecno-nacionalistas latinoamericanos parecían tener una voluntad política determinada, la empresa se propuso movilizar a sus aliados en Washington para darles una lección, humillar a Brasil y hacer que pagara un alto precio por la nacionalización. Brizola y su cuñado, el entonces líder del país João Goulart, fueron dibujados en la prensa como comunistas aliados de los soviéticos. Tan solo dos años después, Goulart sufrió la misma suerte que correría Allende y fue derrocado por los militares brasileños.

Aunque ninguna de estas lecciones disuadieron al diregente chileno. Durante su campaña presidencial de 1970, prometió nacionalizar la empresa y poner a ingenieros –en lugar de gerentes– a cargo de las decisiones estratégicas sobre la dirección tecnológica del país. En este caso, ITT fue mucho más allá de una mera intimidación: dio dinero a los adversarios políticos de Allende en Chile para tratar de impedir su victoria. Cuando el gobierno de Unidad Popular se consolidó, la corporación estadounidense siguió buscando formas de desestabilizarle, incluso presionando a Washington para que cortara sus préstamos y suspendiera la ayuda técnica que recibía el país.

Pese a todas las advertencias, Allende siguió adelante con su agenda e hizo que el Estado tuviera un rol activo en la empresa. Dado los estándares actuales, aquel fue un golpe sin precedentes contra el poder de las grandes tecnológicas. De ahora en adelante, ITT –al igual que otros cientos de empresas estratégicas nacionalizadas por el gobierno de Allende– estaría dirigida desde CORFO, la Corporación de Fomento del Estado. Y su objetivo sería diseñar la estrategia de desarrollo nacional, no aumentar los beneficios de una seria de accionistas corporativos. 

Claro que esto resultó más fácil de decir que de hacer. Durante las fases iniciales, la revolución de Allende era tan emocionante que los trabajadores de muchas empresas (incluida una fábrica de caramelos), las cuales inicialmente no se consideraban estratégicas, rogaron que el Estado también se hiciera cargo de ellas. Ello aumentaba la dificultad de gestionar la economía nacional, máxime en un tiempo muy corto de tiempo y con intentos de desestabilización permanentes.

Al mismo tiempo, el embajador estadounidense –y seguramente no fura el único– estaba haciendo todo lo posible por privar a Allende de cuadros que pudieran dirigir las empresas nacionalizadas. Esto se hizo difundiendo lo que hoy llamaríamos “fake news”, o desinformación. Esto es, expandiendo el bulo de que Allende acabaría cerrando las fronteras e impidiendo a los directivos e ingenieros salir del país, haciendo que muchos se marcharan de verdad.

El proyecto Cybersyn

Este fue el contexto convulso en el que Allende se embarcó en una sorprendente iniciativa para utilizar ordenadores y redes de télex a fin de suplir la falta de gestores cualificados para liderar el proceso de nacionalización: el conocido como Proyecto Cybersyn. Si bien su historia ha sido magistralmente explorada por Edén Medina en Revolucionarios Cibernéticos (2011), resulta importante destacar otra lección: los vínculos intelectuales y políticos más profundos que existían entre Cybersyn y la Escuela de Santiago.

En primer lugar, muchos de los jóvenes economistas e ingenieros que trabajaban en el gobierno de Allende se habían impregnado de la teoría de la dependencia durante sus estudios académicos. Algunos de ellos incluso llegaron a impartir cursos sobre desarrollo y dependencia en las facultades de ingeniería de sus universidades. Cuando estos jóvenes tecnócratas pasaron a ocupar cargos en el Estado, se rodearon de muchos de los teóricos de la dependencia brasileños que estaban exiliados en Chile en aquel momento. Otros, como André Gunder Frank, acudieron a Santiago para ofrecer asesoramiento y críticas.

En segundo lugar, Cybersyn fue un proyecto que surgió de la CORFO y tuvo su sede en INTEC, algo así como la consultora estatal chilena. El diseñador alemán que se hizo cargo de la Sala de Operaciones, Gui Bonsiepe, leía con avidez sobre teoría de la dependencia, hasta citaba a Gunder Frank en sus ensayos.

En tercer lugar, Cybersyn proporcionaría el software para la realización práctica de los aspectos teóricos predicados por la teoría de la dependencia, como la nacionalización de la ITT (que también terminó en la CORFO). Mientras la Escuela de Chicago y la doctrina neoliberal encontrarían muchos años después aliados eventuales para su agenda en las plataformas de Silicon Valley, la Escuela de Santiago de tecnología y su particular comprensión sobre la teoría de la dependencia intentaron hacer un uso consciente del software cibernético, y orientarlo en una dirección socialista. El proyecto Cybersyn es el resultado de este intento. 

Si bien la materialización de la visión original de la Escuela de Santiago de tecnología requería sin duda de un software más moderno y mejor equipado, los fundamentos de su planteamiento –la idea de que la tecnología es geopolítica por otros medios; que el progreso tecnológico no es garantía de progreso social o económico; y que el poder es lo que permite a algunos países innovar y condena a otros al estancamiento– siguen siendo muy relevantes en nuestro mundo actual, marcado por el dominio por parte de las Big Tech de todas las esferas de nuestra vida.

Puede que sea necesario insistir en que Allende no era un mago de la tecnología. De hecho, cometió muchas torpezas tecnológicas, incluso llegó a aceptar que la ITT revisara su oficina en busca de errores en la instalación tecnológica. Sin embargo, fue bajo su liderazgo que un país latinoamericano con poco poder consiguió aplicar sistemáticamente una política tecnológica basada en al compresión geopolítica, y que no rehuyó enfrentarse a los poderosos actores corporativos.

Es esta postura audaz –combinada con un marco intelectualmente dinámico– lo que convirtió el asesinato de Allende en una tragedia aún si cabe mayor. El golpe de 1973 no solo privó a Chile de su preciada democracia, sino que también nos privó de un mundo en el que los países podían hacer frente a las empresas poderosas, defender su propia soberanía tecnológica y aprovechar la innovación para construir un mundo más justo e igualitario. 

En lugar de una utopía socialista basada en la alta tecnología, los problemas que afectaron a Chile en el periodo anterior a Allende se convirtieron en los problemas del resto del mundo o, al menos, de aquel fuera de Silicon Valley. Lo que el escritor uruguayo Eduardo Galeano –amigo de Allende y parte del universo más amplio de la Escuela de Santiago– escribió sobre esta región en su clásico Las venas abiertas de América Latina (1971) sigue siendo válido: “América Latina está condenada a sufrir la tecnología de los poderosos, que ataca y extrae las materias primas naturales, y que es incapaz de crear su propia tecnología para sostener y defender su propio desarrollo.” Solo que hoy, esta perspicaz observación se aplica a todo el planeta.

Habitamos un mundo dirigido por media docena de empresas como ITT, todas legitimadas por la idea de que la innovación es una cuestión de ideas e ideales, no de relaciones de poder y fuerza militar. A pesar de todos sus defectos, Allende, que ganó las elecciones chilenas pese a la oposición tanto de la ITT como de la CIA, sabía que la innovación no ocurría de esa forma en el mundo real. Y por eso, además de todas sus contribuciones al socialismo democrático, su mayor legado sería movilizar la Escuela de Santiago de tecnología, mostrándole al mundo que el camino hacia una digitalización democrática es posible.

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