Sunday, December 22

Billetera mata utopía

Internet pasó de ser la solución para todo a una nueva fuente de problemas. Las redes sociales, que prometían hermanar a la humanidad, son hoy un arma para activar a los más enojados

Por: Esteban Magnani

«La verdadera oposición son los medios. La manera de lidiar con ellos es inundar la zona de mierda», explicaba en 2018 Steve Bannon, quien había sido jefe de campaña de Donald Trump en 2016. La «Doctrina Bannon» funcionó y Trump gobernó durante un período.

La actual campaña presidencial de Estados Unidos está nuevamente marcada por la saturación de «verdades alternativas» como la que Trump enunció frente a las cámaras durante el debate entre los candidatos: aseguró que en Ohio los inmigrantes haitianos comían perros, gatos y otras mascotas de los residentes. Trump reforzaba de esta manera una noticia falsa ya desmentida por las autoridades. Más allá de este caso, no era la primera vez que se inundaba la zona de acuerdo con la Doctrina Bannon para que el candidato luego la repitiera como una verdad conocida.

Esta metodología genera mucha repercusión en EE.UU. y las plataformas tomaron allí algunas medidas, mientras que en el resto del mundo el costo político es menor y no se justifica invertir dinero en detenerlas.

Un sueño trunco
Cuando a comienzos de los años 90 la web permitió masificar el uso de internet, miles de voces salieron a explicar cómo su arquitectura abierta y en red la haría una fuerza para el bien. La censura sería imposible y la «gente» podría expresarse en condiciones de igualdad con los ricos y poderosos. Cada voz valdría por sí misma, por su mensaje. Sobre esta utopía de internet se apoyaron las plataformas en la segunda mitad de esa década. Capitales financieros acumulados por unos años de bonanza y desregulaciones buscaron dónde continuar su crecimiento. La web, donde estaba todo por hacer, parecía el lugar ideal.

Así fue que brotaron miles de startups que prometían resolver con tecnología los problemas de la humanidad, desde la sistematización del conocimiento de todo el mundo, poner a disposición toda la música, tutoriales para reparar cualquier cosa, la difusión del arte o cómo reciclar basura. Entretejido en el modelo de negocios de estas startups parecía ubicarse el objetivo de hacer del mundo un lugar mejor.

En 2001 explotó lo que luego se conoció como la «burbuja puntocom». La mayoría de los proyectos digitales financiados generosamente mostraban serios problemas para mostrar ingresos proporcionales a las inversiones. Así fue que las acciones comenzaron a ofrecerse a precios cada vez más bajos y se produjo una de las típicas corridas a las que luego nos acostumbraría el capital tecnofinanciero.

Pese a todo, Google sobrevivió y demostró que quien encontrara un modelo de negocios podría hacer saltar la banca. Esta empresa, que había desarrollado un poderoso buscador con inteligencia artificial a la que entrenaban los propios usuarios con cada búsqueda, se encontró en el 2000 urgida por generar dinero. Así descubrió que los datos acumulados durante las búsquedas servían también para conocer mejor a las personas del otro lado de la pantalla y ubicar publicidad específica. De manera similar, unos años más tarde, las conversaciones entre amigos (ahora digitalizadas gracias a Facebook y otras redes sociales que irían surgiendo) también servirían para saber qué venderle a quién, cuándo y cómo.

En el camino estas empresas fueron perdiendo los objetivos más grandilocuentes bajo la presión de los accionistas que exigían ganancias continuas. Años más tarde, Peter Thiel, un empresario que fundaría PayPal, entre muchas otras empresas, lo resumió así: «Queríamos autos voladores, pero conseguimos 140 caracteres». Las mejores mentes, la mejor tecnología del momento, los procesadores más poderosos no se abocaron a hacer del mundo un lugar mejor sino a que la gente hiciera clic en los anuncios.

¿Qué puede salir mal?
No pasó mucho tiempo para que alguien comprendiera que esas mismas técnicas publicitarias servirían para saber con qué mensaje era más probable convencer a alguien de participar políticamente, votar o dejar de hacerlo. El equipo de Barack Obama fue pionero en las elecciones de 2008 detectando potenciales votantes demócratas gracias a los datos acumulados en las plataformas. Hacia ellos apuntaron con propuestas específicas: ambientalistas para los preocupados por el cambio climático, salud gratuita para quienes carecían de cobertura y demás. Era lo mismo que siempre habían hecho las campañas políticas, pero ahora recargado con hipersegmentación digital.

En la campaña de 2016, Steve Bannon tomó nota de la técnica y elaboró mensajes sin que importara si se referían a algo cierto: la realidad ya no era un límite para buscar un efecto. Los datos le permitieron detectar la furia de los trabajadores estadounidenses con los Bush, los Clinton, los Obama, es decir, con todo un arco político globalizador que permitía que las empresas se llevaran el trabajo a China dejándolos desempleados y humillados.

Obama en particular había promovido leyes progresistas para las minorías mientras rescataba a los bancos tras la crisis de 2008 en lo que Nancy Fraser, filósofa feminista, llamó «neoliberalismo progresista». Bannon pudo trabajar durante años sobre ese enojo con las políticas económicas, alimentarlo y asociarlo al progresismo en otras áreas para que Trump luego lo canalizara con sus frases provocativas que todo el mundo compartía entusiasmado u horrorizado. Las noticias también sirvieron para neutralizar el voto ajeno: Bannon, por ejemplo, diseñó noticias falsas sobre el supuesto desprecio de la candidata Hillary Clinton por la población negra.

La receta funcionó en EE.UU. y el mundo. Luego del escándalo de Cambrige Analytica las redes debieron cuidarse un poco más en ese país, pero en otros el costo político era demasiado bajo como para hacer algo. Cada mensaje, sobre todo si genera indignación, produce reacciones y réplicas que los algoritmos viralizan porque mantienen a los usuarios frente a la pantalla y permiten ubicar más publicidades.

Además, filtrar los mensajes más tóxicos es costoso porque requiere muchos empleados en la tarea. En el resto del mundo primó el «siga siga» con consecuencias que vemos aún en día en países como Argentina.

Este mes, Elon Musk desafió a la Justicia brasileña en una supuesta defensa de la libertad de expresión. La Justicia terminó bloqueando X y, pese a las provocaciones de su dueño, cada vez más desencajado (hace días se preguntó por qué nadie intentaba matar a Joe Biden o Kamala Harris), la red terminó aceptando pagar las multas y ceder a los pedidos para que se la vuelva a habilitar. X da pérdidas hace años, más aún desde que Musk la compró y los anunciantes comenzaron a irse espantados por los niveles de toxicidad. Billetera mata a patotero digital.

Pese a todo, la caja de Pandora digital está abierta y sus técnicas disponibles. Casos como el de Brasil o el de Francia con Telegram demuestran que los Estados aún tienen capacidad de maniobrar, pero deben hacerlo con velocidad, firmeza y con una Justicia transparente que realice investigaciones creíbles. Nada menos.

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