Por: Mariano Quiroga
Cristina recorre las calles de La Matanza, Avellaneda, Lanús y otros rincones del conurbano bonaerense, ese territorio que alguna vez fue la columna vertebral de su fuerza política y que aún se sostiene como su principal bastión. Allí, entre calles adoquinadas y muros pintados con grafitis de apoyo, se la ve saludando a obreros en las fábricas, abrazando a las mujeres de los centros comunitarios, y escuchando atentamente a recicladores de cooperativas, mientras el polvo y el ruido de fondo forman parte del escenario. En cada parada, rodeada de trabajadores, jóvenes y vecinos que la esperan con carteles y celulares en mano, Cristina despliega una estrategia de “cuerpo a cuerpo” que parece casi anacrónica en esta era de hiperconexión digital. Su equipo capta cada instante: el presionado de manos, las miradas atentas, las palabras firmes; y en cuestión de minutos, cada imagen y cada gesto atraviesan las redes, viralizándose casi en tiempo real, llevando un mensaje de cercanía y compromiso a todos los rincones del país.
En 2007, la comunicación política de Cristina Fernández de Kirchner (CFK) se apoyaba en una estructura tradicional, donde la televisión y la prensa escrita dominaban la agenda pública. Las apariciones presidenciales en actos masivos o en cadena nacional tenían un impacto profundo y masivo, pues eran pocos los medios que influían en el discurso público, y las redes sociales aún no tenían la relevancia actual. Para 2015, aunque el ecosistema mediático comenzaba a fragmentarse con la expansión de plataformas digitales, el peso de los medios tradicionales seguía siendo fuerte. Cristina aún podía marcar agenda desde la Casa Rosada o el Congreso, y los medios tenían la capacidad de amplificar esos discursos de manera centralizada.
Hoy, Cristina compite en un ecosistema saturado de mensajes donde cada paso en el conurbano se transforma en contenido replicado al instante en X, Instagram y TikTok. Su presencia en el territorio va más allá del “estar” físico: cada saludo, cada mirada y cada comentario se editan en clips breves y poderosos, “snacks” de contenido que su equipo selecciona y distribuye para captar la atención en segundos. Este formato responde a la lógica de las redes, donde el tiempo de consumo es breve pero la repetición y viralidad pueden convertir un momento pequeño en un símbolo masivo. En esta campaña sin campaña, Cristina construye una narrativa visual de cercanía, logrando que el contacto directo con los votantes también se amplifique digitalmente, alcanzando a quienes están lejos y manteniendo la atención incluso en un entorno mediático fragmentado. La estrategia, entonces, resignifica sus movimientos, adaptándolos a un público digitalizado y generando una conexión emocional inmediata que también se multiplica en la esfera pública.
Este retorno a un terreno histórico para el peronismo, y en particular para el kirchnerismo, se enmarca en la misma estrategia de ocupación de espacio que implementa Javier Milei. Al igual que Cristina, Milei entiende el poder de las imágenes y de una narrativa construida en el territorio, aunque sus estilos son opuestos: él, con un tono confrontativo y de showman, y ella, en un rol de figura experimentada que, sin embargo, no rehúye del cara a cara, un gesto que parece decir “yo también sigo acá.” En su caso, el recorrido por los barrios de la Provincia de Buenos Aires le permite explorar la última narrativa que su capital político le permite: el rol de quien, en vez de centralizar su imagen en un cargo formal, elige moverse y estar en contacto.
Esta dualidad entre el territorio y las redes, entre el contacto directo y su amplificación digital, también marca una nueva relación con figuras como Axel Kicillof, quien, en lugar de depender de ella para ocupar un lugar, ha generado su propio liderazgo. En esta etapa, Cristina tiene que balancear el peso de su figura con la necesidad de que las nuevas generaciones, como la del Gobernador de la Provincia de Buenos Aires, no solo tomen la posta, sino que mantengan la narrativa del proyecto que ella misma ayudó a construir. Este ajuste le exige otro tipo de interacción: mientras Axel asume su rol de líder bonaerense y empieza a desligarse de su protectora, Cristina recorre el conurbano y, al mismo tiempo, permite que sus interacciones sigan siendo el puente simbólico entre una era pasada y la actual.
La comparación con Trump es inevitable. Así como el magnate desafía los límites del sistema y enfrenta condenas judiciales, Cristina Kirchner, bajo la amenaza de proscripción, adopta una postura desafiante. Ambos resisten al margen de los partidos y normas tradicionales, aunque Trump lo hace exacerbando el espectáculo, mientras que Cristina apuesta por una narrativa de resistencia y solidaridad con “el pueblo”. Sin embargo, donde ella mantiene un perfil relativamente discreto en el ámbito digital, Trump ha desplegado una estrategia en redes sociales implacable para mantenerse vigente y construir apoyo. Utiliza plataformas como Truth Social y fragmentos virales en otras redes sociales como lo son X para atraer y movilizar a su base, amplificando su mensaje de persecución y polarización. Esta tensión judicial que ambos enfrentan agrega una dimensión adicional a su imagen pública, proyectándolos como líderes que logran sobrevivir y resistir en situaciones que, en otra época, habrían anulado políticamente a casi cualquier figura.
A nivel internacional, Cristina también observa otros espejos. La experiencia de Lula en Brasil, quien volvió al poder tras una encarcelación y en un contexto de transformaciones, le ofrece a CFK una lección clave: una figura histórica puede reinventarse y reconquistar apoyo mediante una narrativa de resistencia y redención. La estrategia de Lula, basada en acercarse a las clases populares y en un mensaje de esperanza para los desfavorecidos, inspira a Cristina en su propia construcción política, aunque adaptada a los matices argentinos. Cristina, sin buscar un retorno presidencial directo, mantiene su presencia en el conurbano y su rol en el PJ, señales de su centralidad en la política argentina. Su rol actual no es el de un liderazgo de poder, sino el de una figura simbólica que, como Lula, conecta con la nostalgia de sus seguidores y se adapta a los nuevos formatos y exigencias. En su caso, el foco está en mantenerse vigente sin cerrarse a posibles escenarios futuros.
Cristina Kirchner muestra que el nuevo juego político exige una dualidad compleja: recorrer el territorio físico mientras se conquista el digital. En una era en la que las redes han amplificado las diferencias generacionales y la atención es un bien escaso, Cristina comprende que sus recorridos crean un impacto directo en los barrios que visita, mientras que las redes sociales amplifican su alcance. Así, va tejiendo una narrativa de resistencia y vigencia, la de un líder que, lejos de retirarse, adapta su presencia a los nuevos tiempos sin renunciar a sus raíces ni a su conexión con la gente.