Por: Mariano Quiroga
La reciente condena judicial contra Cristina Fernández de Kirchner revela un fenómeno que trasciende el mero proceso penal: evidencia cómo la convergencia entre redes sociales, narrativas emocionales y medios masivos se ha convertido en el nuevo arsenal para redefinir la geopolítica regional. En esta era de posverdad, donde los hechos han cedido terreno ante una maquinaria de impacto y repetición, la opinión pública se moldea según intereses globales que construyen realidades a medida.
Las plataformas digitales han emergido como un poder global que reconfigura profundamente el panorama sociopolítico. Hoy, un reducido grupo de corporaciones tecnológicas ejerce un dominio sin precedentes, similar al rol que alguna vez jugaron las grandes corporaciones transnacionales que influían directamente en la política de países enteros. Este fenómeno, a menudo descrito como “tecnofeudalismo,” impone un nuevo orden en el que los gigantes digitales, a través de algoritmos opacos y personalizables —diseñados para priorizar ciertos contenidos y manipular la experiencia del usuario sin claridad para el público—, tienen un control casi absoluto sobre el flujo de información y la formación de opinión pública, centralizando el poder y condicionando la percepción colectiva de la realidad.
Esta dinámica se convierte en una herramienta especialmente eficaz para deslegitimar proyectos políticos alternativos y liderazgos populares, como tambien sucedio con Lula en Brasil o Correa en Ecuador, quienes han enfrentado acusaciones judiciales. En el caso de Lula, su condena por presunta corrupción fue ampliamente difundida en redes sociales, reforzando una narrativa de desprestigio que lo apartó de la escena política en un momento clave. De manera similar, Correa enfrentó cargos de corrupción que las redes ayudaron a legitimar en el imaginario colectivo, dificultando su participación en la política ecuatoriana. En este contexto, el lawfare emerge como un complemento ideal de la estrategia digital: mientras los procesos judiciales otorgan una fachada formal a la persecución política, las redes amplifican y validan estas acciones, consolidando la narrativa oficial y debilitando la resistencia popular.
La sinergia entre el lawfare y las plataformas digitales opera en dos niveles clave: por un lado, facilita la judicialización de la política, transformando las diferencias ideológicas en causas penales; por otro, crea una realidad paralela donde la repetición sistemática sustituye la necesidad de pruebas concretas. El caso de Cristina Fernández de Kirchner ilustra esta táctica en acción: su persecución judicial se refuerza con una sostenida campaña digital que busca desplazarla del escenario político, no por cuestionamientos a sus ideas o su gestión, sino a través de una construcción mediática que promueve su figura como “corrupta”. Así, el ecosistema digital amplifica esta narrativa, arraigándola en la percepción pública y erosionando su legitimidad sin necesidad de pruebas concluyentes.
El tecnofeudalismo actual, con herramientas mucho más sofisticadas, reproduce el rol que desempeñaban las corporaciones transnacionales y los acuerdos de represión conjunta como el Plan Cóndor durante el siglo XX. En esa época, el Plan Cóndor—una operación coordinada por dictaduras sudamericanas con respaldo de potencias extranjeras—permitió perseguir y eliminar a líderes políticos que amenazaban los intereses del orden dominante. Hoy, en lugar de intervenciones militares directas, los gigantes tecnológicos colaboran con actores judiciales y mediáticos para mantener su hegemonía sobre el flujo informativo. A través de sus plataformas, crean “cámaras de eco” que amplifican y retroalimentan narrativas desfavorables hacia líderes populares, generando consensos emocionales y percepciones negativas sin necesidad de pruebas sólidas. Este nuevo “Plan Cóndor digital” utiliza algoritmos y redes sociales en lugar de armas y militares, pero busca el mismo fin
La manipulación del discurso público mediante esta maquinaria tecno-judicial es intencional y estratégica. El lawfare, potenciado por la viralización en redes sociales, desgasta de forma sistemática a figuras como Cristina Fernández de Kirchner, desviando el enfoque de sus propuestas políticas hacia una constante deslegitimación personal. Así, se construye un consenso basado más en emociones y percepciones que en evidencias, moldeando la opinión pública de manera sutil pero profunda y alejándola de un debate genuino sobre las políticas y proyectos que estas figuras representan
En un mundo hiperconectado y polarizado, estas tácticas no solo persiguen el objetivo inmediato de ganar elecciones, sino que también erosionan la base misma de la verdad y de la institucionalidad democrática. Al manipular la percepción pública y distorsionar el discurso, se mina la confianza en el sistema democrático, debilitando la capacidad de las sociedades para evaluar y debatir con objetividad, y reemplazando el diálogo constructivo por divisiones profundamente arraigadas.
La situación de Cristina Fernández de Kirchner se erige como una advertencia para las democracias globales: en la era del tecnofeudalismo, el poder de las plataformas digitales para distorsionar la realidad pública representa una amenaza directa a la integridad democrática. A esto se suma el creciente peligro del surgimiento de la Inteligencia Artificial, que, al ser utilizada para generar contenido manipulado o fake news a gran escala, amplifica aún más la capacidad de distorsionar la verdad. La capacidad de los ciudadanos para distinguir entre hechos verificables y construcciones mediáticas artificiales en diversos formatos se convierte en un factor crucial para la supervivencia misma de los sistemas democráticos, no solo en América Latina, sino en todo el mundo. En este contexto, la lucha por la verdad y la transparencia se transforma en un desafío global, donde las democracias deben enfrentarse no solo a las herramientas digitales actuales, sino también a los riesgos que trae consigo la automatización y el poder de la IA para generar realidades paralelas, consolidando el control de unos pocos sobre la narrativa colectiva.
Este nuevo escenario exige repensar los mecanismos de defensa democrática. Ya no basta con garantías constitucionales tradicionales; se necesitan nuevas herramientas para contrarrestar el poder de los gigantes tecnológicos y proteger la integridad del debate público. El desafío es preservar la esencia democrática en un contexto donde la verdad y la justicia se ven cada vez más subordinadas a los intereses del poder tecnofeudal global.