Sunday, December 22

Entre la performance emocional y la búsqueda de sentido

Por: Escritor Empedernido

Me miro al espejo y no sé quién soy, pero lo que veo parece agotado. Como si la vida fuera una carrera que nunca se detiene, y yo estuviera siempre dos pasos atrás. Todo me exige algo: ser fuerte, ser sensible, ser auténtico, pero sin excederme. ¿Cómo se puede ser tantas cosas a la vez? Me pregunto si alguien realmente puede, o si todos estamos pretendiendo mientras el suelo se desmorona bajo nuestros pies.

Camino por la ciudad y siento el peso de todo. No es el tráfico ni la gente; es algo más sutil, como un zumbido constante que no sé cómo apagar. Hay demasiadas opciones, demasiados estímulos, demasiadas expectativas. Pareciera que siempre hay algo que mejorar, algo que demostrar. Incluso en lo más íntimo, en los vínculos, esa lógica no se detiene. No hay margen para ser imperfecto, y esa presión a veces me paraliza.

En mi bolsillo, el celular vibra. Un mensaje, una notificación, otra invitación al ruido. Lo desbloqueo casi sin pensarlo y hago scroll. Rostros sonrientes, frases cuidadas, promesas de amor en un mundo que no sabe detenerse. Todo parece brillante, como si fuera parte de un catálogo de vidas perfectas. Y sin embargo, cada imagen me deja más vacío. La conexión que busco no está ahí, pero sigo buscando. Es como una compulsión, un deseo irrefrenable de encontrar algo real en un espacio donde todo parece fabricado.

Mis relaciones se sienten como castillos de arena. Un poco de viento, una ola inesperada, y todo se derrumba. Quiero creer que estoy aprendiendo, que soy capaz de construir algo más sólido, pero la mayoría del tiempo me siento como un equilibrista sobre una cuerda demasiado fina. Un mensaje malinterpretado, un silencio que no sé cómo llenar, una respuesta que no suena lo suficientemente correcta… todo puede convertirse en una caída libre.

Hace poco, alguien me dijo: “Siempre parece que estás calculando lo que vas a decir”. Me dolió. No porque no fuera cierto, sino porque es exactamente lo que hago. Paso tanto tiempo tratando de no equivocarme que olvido ser. Cada palabra, cada gesto, todo pasa por un filtro invisible que no sé cómo apagar. Y mientras intento cumplir con esas reglas no escritas, siento que me pierdo a mí mismo en el proceso.

Es curioso cómo el amor, que se supone que debería liberarnos, puede convertirse en una especie de examen constante. Me piden que sea vulnerable, que me abra, que muestre lo que siento. Pero nadie me enseñó cómo hacerlo. Crecí en un mundo donde las emociones se escondían, donde el amor se demostraba con hechos, no con palabras. Ahora me piden algo diferente, y aunque quiero intentarlo, a veces no sé por dónde empezar.

Pienso en todas las veces que traté de ser honesto, de mostrarme tal como soy. Recuerdo una en particular: después de una pelea, escribí un mensaje largo, tratando de explicar lo que sentía. Me tomó horas. Lo envié con el corazón en la mano, y la respuesta fue breve, casi indiferente. Ese día entendí que ser vulnerable no siempre es seguro, que abrirse puede doler más de lo que uno está preparado para soportar.

Vivo en un tiempo donde todo parece estar bajo un microscopio. Cada acción, cada palabra, cada emoción es analizada, compartida, juzgada. Es como si las redes sociales hubieran amplificado nuestra fragilidad, como si cada vínculo estuviera destinado a ser evaluado por un público invisible. Esa exposición me asfixia. Quiero conectarme, pero a veces siento que no hay espacio para ser imperfecto, para cometer errores.

Y en medio de todo esto, hay un miedo que no me suelta. Miedo a no ser suficiente, a quedarme solo, a fracasar. Pero también miedo a comprometerme, a invertir en algo que tal vez no funcione. Es una contradicción constante: deseo profundidad, pero me aterra el abismo. Quiero algo real, pero no sé si puedo sostenerlo.

A veces, por las noches, me despierto con una sensación de vacío que no puedo nombrar. Miro el techo, tratando de calmarme, recordándome que esto es parte del proceso. Pero es difícil no sentirse abrumado. Todo pasa tan rápido, todo parece tan precario. Las relaciones, las emociones, incluso mi propia identidad. Es como si nada tuviera raíces, como si todo estuviera suspendido en el aire, a punto de desmoronarse.

Sin embargo, hay momentos que me anclan. Breves, pero significativos. Una risa compartida, una conversación honesta, un abrazo que no pide nada a cambio. Esos momentos me recuerdan por qué sigo intentándolo, por qué sigo enfrentando este ruido que nunca se detiene. Porque, al final, creo que vale la pena. Creo que, en algún lugar de todo este caos, está la posibilidad de encontrar algo verdadero, algo que me haga sentir menos solo.

No sé si estoy haciendo las cosas bien. Probablemente no. Pero estoy aquí, tratando. Aprendiendo a convivir con la incertidumbre, a aceptar que no tengo todas las respuestas. Porque si algo me queda claro, es que la única forma de encontrarme en este tiempo desbordado es estar dispuesto a perderme un poco en el camino.

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