En el mismo mes que Spotify revela que los artistas más escuchados de Argentina son solistas, los bandas vuelven a brillar con Los Piojos, Divididos, La Renga y los Fundamentalistas. En escenarios llenos de historias compartidas, se revive ese viejo pacto colectivo que los algoritmos no pueden replicar: el pogo, las topper y el canto al barrio. Mientras el mundo digital mide éxitos en streams, las resistencia de los íconos de los 90 nos recuerda que la música sigue siendo un acto de resistencia y unión, un refugio donde el “nosotros” vuelve a tener sentido
Por: Mariano Quiroga
Los tiempos cambian, y con ellos los rituales, los encuentros y las formas de relacionarnos con la música. Alguna vez, asistir a un recital significó un rito colectivo. No se trataba solo de ver a la banda, sino que tambien significaba participar en un evento que nos hacía sentir parte de algo más grande. Había códigos, gestos de cuidado mutuo: que iban desde los círculos para que alguien se atara los cordones en medio del pogo, hasta recuperar alguna zapatilla perdida en medio del tumulto, la botellita de agua que circulaba en el publico para apagar la sed de tanto rock la compartimos entre todos. Al asistir nos convertiamos en una especie de tribu momentánea donde todos empujábamos para saltar, entrar y agitar contra el sistema, tuviéramos o no la entrada, lo importante era asistir.
Había resistencia, éramos los desangelados el INDIO arrancaba diciendo “bienvenidos al ghetto”, nuestras congregaciones eran banquetes, rituales o misa todo lo referido a la juntada de miles de pibes que asistíamos de todos lados con las ganas de “hacer nuestro caminito al costado del mundo”. A veces había que enfrentarse a la policía, esquivar controles, entrar “como sea”. Y debo reconocer que ese momento era angustia, no era una experiencia ideal pero cuando ya veías que estabas adentro junto a tus hermanos de ruta la sensación era lo más parecida a un orgasmo: muchas veces, la precariedad de los lugares o las tensiones con la autoridad podían ser duras. Pero había algo innegable: estábamos juntos construyendo nuestra identidad colectiva. El recital no era solo un show, era una ceremonia que empezaba mucho antes de que se encendieran las luces del escenario, comenzaba cuando juntabamos las monedas y nos mandábamos al Locuras más cercano para comprar las entradas.
No tengo ganas de llegar al poste del 53 Barrio de flores si tus colores Pudieran darle a mi boca una sonrisa otra vez (Los Piojos, Labios de Seda)
Esa experiencia comunitaria se reflejaba en la música misma. Las letras hablaban del barrio, del amigo, del laburante que se tomaba el bondi temprano para ir a laburar, de amores y desamores. Eran historias que podíamos ver al salir de casa, pateando las calles del barrio. Los Redondos, Viejas Locas, La Renga, Los Piojos, Divididos y tantas otras que cantaban y aun lo siguen haciendo a lo que está cerca, a lo que nos constituye como argentinos, a nuestros sentimientos. Había una conexión visceral entre el artista y su público, un ida y vuelta que trascendía lo meramente musical.
Hoy, las cosas son diferentes. La narrativa comunitaria parece haber cedido lugar a letras más introspectivas, enfocadas en el “yo”, en la superación personal, en alcanzar el éxito. Es como si las canciones dejaran de mirar hacia afuera, al otro, para encerrarse en un relato aspiracional. Y no es que esté mal —los tiempos cambian y la música siempre ha sido un reflejo de su época—, pero el contraste con aquellos días es evidente.
De Retiro a Pilar Busca el chancho al chabón (Divididos, Paisano de Hurlingham)
La globalización también cambió el horizonte de aspiraciones para los artistas locales. Si antes el sueño era llenar Cemento, Obras y algun estadio, hoy la vara está puesta en los Grammys o en lograr un feat con alguna estrella internacional. La influencia de artistas globales como BTS o Taylor Swift no solo está en el sonido, sino también en la forma de construir una carrera: redes sociales, estética visual, coreografías. Aunque estas referencias pueden enriquecer el panorama, también generan una presión por competir en un mercado global que muchas veces no deja espacio para lo local, lo barrial o lo cotidiano
Este cambio no llegó de un día para el otro. Hay un momento bisagra que marcó la escena del rock nacional: la tragedia de Cromañón. Aquella noche del 30 de diciembre de 2004 no solo nos arrebató a 194 pibes, sino que también alteró profundamente la relación entre el público y los recitales. El rock, que había sido un espacio de resistencia y colectividad, entró en una etapa de replanteo. La experiencia del vivo se transformó, y con ella, la esencia del ritual.
Termina el día y en el cuadro del vidrio del 60 hasta Constitucion veo la lluvia cayendo con furia (Callejeros, Parte Menor)
Además de Cromañón, hubo otros factores que moldearon este nuevo escenario. La digitalización cambió la manera de consumir música. Antes, el acceso era un desafío: conseguir un CD pirata en Parque Rivadavia o grabar un casete pisado con la voz de Pergolini, el CD que te pasaba un amigo eran actos que implicaban esfuerzo y, sobre todo, un sentido de comunidad, curtiamos la misma y en manada. Hoy, todo parece que esta mucho mas facil, al alcance de un click tenes la discografia completa no solo de tu banda favorita sino de la musica que se te antoje. Spotify democratizó el acceso a la música, pero también la despojó de muchos de sus rituales.
Los algoritmos nos dicen qué escuchar, cómo y por cuánto tiempo. Ya no hay que caminar hasta el rincón escondido de una disquería ni esperar que un amigo te preste un disco. La lógica del algoritmo simplificó el acceso, pero también estandarizó la música. ¿Cuántas canciones duran hoy exactamente 2:30 minutos porque es el tiempo óptimo para el streaming? La abundancia de oferta no garantiza la calidad ni la conexión emocional.
Ahí donde dobla y el viento Y se cruzan los atajos Ahí donde brinda la vida En la esquina de mi barrio (La Renga, balada del diablo y la muerte)
Esto también afectó la manera en que los artistas emergen. Hoy, un pibe puede grabar un disco entero frente a una computadora, sin necesidad de una banda. La tecnología hace posible que una sola persona simule todos los instrumentos. Plataformas como estas han democratizado la música, ofreciendo oportunidades que antes solo estaban al alcance de quienes tenían acceso a estudios profesionales o sellos discográficos. Sin embargo, la misma tecnología que habilita estas posibilidades también impone nuevas reglas: métricas, algoritmos y tendencias que pueden reducir la expresión artística a lo que es viral o lo que ‘funciona’ Lo que hace que esa independencia, se vea reflejada en el producto final. La expresión artística, incluso en su rebeldía, se volvio individualista.
Por supuesto, que las nuevas generaciones tienen cosas para decir. Artistas como Wos, Dillom o Lali demuestran que todavía hay una voz joven que quiere expresarse. Pero esa voz a menudo parece estar desconectada de un “nosotros” colectivo. Las bandas emergentes son pocas, y el boca en boca —ese método esencial para construir trayectorias en otras épocas— es casi inexistente. Hoy, el éxito parece depender de estar en las listas de los más escuchados de Spotify, de cumplir con las reglas del juego que dicta el mercado.
¿Es posible escapar de esta lógica? ¿Puede una banda o un artista resistirse al algoritmo, al imperativo de estar en redes sociales y plataformas? ¿Podemos imaginar un futuro donde la música vuelva a ser un puente entre las personas, donde el escenario sea más que un lugar de exhibición y se convierta nuevamente en un espacio de conexión?.
Sobre esto mismo me gusta resaltar lo que me dijo Mauro Tilli cantante de las “Aguilas Verdes” en una entrevista que le hice para Multiviral: “Entendí que el público te encuentra y te elige, no podes hacer música pensando en cómo conquistar a la gente. Vos hace música y el público va a descubrir lo que solo vos podes ofrecer. Tenes que estar dispuesto a que te escuchen incluso solo tres personas, eso es la valentía del arte”
Hay algo de esperanza en pensar que, en algún lugar, todavía hay un grupo de pibes que se animan a contar las historias de su esquina. Que prefieren hablar del barrio, del vecino, de lo cotidiano, antes que centrarse únicamente en el ascenso individual.
Me voy corriendo a ver que escribe en mi pared la tribu de mi calle. La banda de mi calle (Los Redondos, Vencedores Vencidos)
Esto no es una oda a la nostalgia, porque no todo tiempo pasado fue mejor. Pero sí es un llamado a recuperar lo esencial: la música como relato compartido, como espejo de una experiencia colectiva. Si dejamos que las narrativas individuales eclipsen lo comunitario, corremos el riesgo de perder algo fundamental: la capacidad de conmovernos con lo que le pasa al otro.
Tal vez, en este mundo dominado por algoritmos y listas de reproducción, haya lugar para un nuevo ritual. Uno que no se limite a mirar hacia atrás, sino que encuentre maneras de reinterpretar la música como un acto de unión. Porque, al final del día, la música siempre ha sido más que un producto: es una forma de estar juntos en el mundo, de recordarnos que, incluso en la soledad del escenario, seguimos siendo parte de algo muchisimo más grande.