Saturday, December 21

Bill Gates, ¿Un genio del mal? | por Slavoj Zizek

Por:  Slavoj Zizek

Volviendo sobre Gates: conviene insistir en que se trata de un icono ya que sería una impostura convertir al “verdadero” Gates en una suerte de Genio del Mal que urde complots para conseguir el control total de nuestras vidas. Resulta especialmente relevante recordar, en este sentido, aquella lección de la dialéctica marxista a propósito de la “fetichización”: la “reificación” de las relaciones entre las personas (el que asuman la forma de las “relaciones entre cosas” fantasmagóricas) siempre está acompañada del proceso aparentemente inverso de la falsa “personalización” (“psicologización”) de lo que no son sino procesos sociales objetivos.

La primera generación de los teóricos de la Escuela de Frankfurt llamó la atención, allá por los años treinta, sobre el modo en que, precisamente cuando las relaciones del mercado global empezaban a ejercer toda su dominación, de modo que el éxito o fracaso del productor individual pasaban a depender de los ciclos completamente incontrolables del mercado, se extendió, en la “ideología capitalista espontánea”, la idea del “genio de los negocios” carismático, es decir, se atribuía el éxito del empresario a algún misterioso algo más que sólo él tenía. ¿No es cada vez más así, ahora, cuando la abstracción de las relaciones de mercado que rigen nuestras vidas ha alcanzado el paroxismo? El mercado del libro está saturado con manuales de psicología que nos enseñan a tener éxito, a controlar la relación con nuestra pareja o nuestro enemigo: manuales, en definitiva, que cifran la causa del éxito en la “actitud”. De ahí que se pueda dar la vuelta a la conocida frase de Marx: en el capitalismo de hoy, las “relaciones entre las cosas” objetivas del mercado suelen adoptar la forma fantasmagórica de las “relaciones entre personas” seudo-personalizadas. Claro que no: Bill Gates no es un genio, ni bueno ni malo; es tan sólo un oportunista que supo aprovechar el momento y, en su caso, el resultado del sistema capitalista fue demoledor. La pregunta pertinente no es ¿cómo lo consiguió Bill Gates? sino ¿cómo está estructurado el sistema capitalista, qué es lo que no funciona en él, para que un individuo pueda alcanzar un poder tan desmesurado? Fenómenos como el de Gates parecen así cargar con su propio fin: ante una gigantesca red global propiedad de un único individuo o de una sola empresa, la propiedad, ¿no deja de perder sentido por lo que a su funcionamiento se refiere (ninguna competencia merece la pena: el beneficio está asegurado), de suerte que se podría, simplemente, prescindir del propietario y socializar la red sin que se entorpezca su funcionamiento? Este acto, ¿no equivaldría a una recalificación puramente formal que se limitaría a vincular lo que, de facto, ya está unido: los individuos y la red de comunicación global que todos usan y que viene a ser la sustancia de sus vidas sociales?

Esto nos lleva al segundo elemento de nuestra crítica a la teoría de la sociedad del riesgosu manera de concebir la realidad del capitalismo. Analizándola detenidamente, su idea del riesgo, ¿no se refiere a un ámbito específico claramente delimitado en el que se generan los riesgos: el ámbito del uso incontrolado de la ciencia y la tecnología en condiciones de capitalismo? El paradigma del “riesgo”, que no’ es uno más entre otros muchos sino el riesgo “como tal”, es el que puede nacer de la invención de alguna novedad científico-tecnológica para su uso por parte de una empresa privada sin que medie ningún debate o mecanismo de control democrático y público, invención con unas consecuencias a largo plazo inesperadas y catastróficas. Este tipo de riesgo, ¿no nace de la lógica del mercado y del beneficio que induce a las empresas privadas a buscar sin descanso innovaciones científicas y tecnológicas (o, simplemente, a aumentar la producción) sin tomar nunca verdaderamente en consideración los efectos a largo plazo ya sea sobre el medio ambiente o sobre la salud del género humano de su actividad? Así, más allá de esa “segunda modernización” que nos obligaría a prescindir de los viejos dilemas ideológicos izquierda-derecha, capitalismo-socialismo, etc., ¿no deberíamos advertir que, en las actuales condiciones de capitalismo global, cuando las empresas toman decisiones, no sometidas a control político público, que pueden afectarnos a todos y reducir nuestras opciones de supervivencia, la única solución posible consiste en una especie de socialización directa del proceso de producción, es decir, en ir hacia una sociedad en la que las decisiones globales que se refieren a la orientación fundamental de las modalidades de desarrollo y al uso de las capacidades de producción disponibles, sean de un modo u otro, tomadas por el conjunto de la población afectada por esas decisiones? Los teóricos de la sociedad del riesgo suelen hablar de la necesidad de contrarrestar el “despolitizado” imperio del mercado global con una radical re-politización, que quite a los planificadores y a los expertos estatales la competencia sobre las decisiones fundamentales para trasladarla a los individuos y grupos afectados (mediante la renovada ciudadanía activa, el amplio debate público, etc.). Estos teóricos, sin embargo. se callan tan pronto como se trata de poner en discusión los fundamentos mismos de la lógica anónima del mercado y del capitalismo global: la lógica que se impone cada vez más como el Real “neutro” aceptado por todos y, por ello, cada vez más despolitizado.

La gran novedad de nuestra época post-política del “fin de la ideología” es la radical despolitización de la esfera de la economía: el modo en que funciona la economía (la necesidad de reducir el gasto social, etc.) se acepta como una simple imposición del estado objetivo de las cosas. Mientras persista esta esencial despolitización de la esfera económica, sin embargo, cualquier discurso sobre la participación activa de los ciudadanos, sobre el debate público como requisito de la decisión colectiva responsable, etc. quedará reducido a una cuestión “cultural” en tomo a diferencias religiosas, sexuales, étnicas o de estilos de vida alternativos y no podrá incidir en las decisiones de largo alcance que nos afectan a todos. La única manera de crear una sociedad en la que las decisiones de alcance y de riesgo sean fruto de un debate público entre todos los interesados, consiste, en definitiva, en una suerte de radical limitación de la libertad del capital, en la subordinación del proceso de producción al control social, esto es, en una radical re-politización de la economía.

Si el problema de la post-política (la “gestión de los asuntos sociales”) está en que tiende a limitar cada vez más las posibilidades del verdadero acto político. esta limitación se debe directamente a la despolitización de la economía, a la idea generalizada de que el capital y los mecanismos del mercado son instrumentos/procedimientos neutros que hay que aprovechar. Se entiende entonces por qué la actual post-política no consigue alcanzar la dimensión verdaderamente política de la universalidad: excluye sigilosamente de la politización la esfera de la economía. El ámbito de las relaciones capitalistas del mercado global es el Otro Escenario de la llamada re-politización de la sociedad civil defendida por los partidarios de la “política identitaria” y de las formas postmodernas de politización: toda esa proliferación de nuevas formas políticas en tomo a cuestiones particulares (derechos de los gays, ecología, minorías étnicas…), toda esa incesante actividad de las identidades fluidas y mutables, de la construcción de múltiples coaliciones ad hoc, etc.: todo eso tiene algo de falso y se acaba pareciendo al neurótico obsesivo que habla sin parar y se agita continuamente precisamente para asegurarse que algo. -lo que de verdad importa-no se manifieste, se quede quieto. De ahí que, en lugar de celebrar las nuevas libertades y responsabilidades hechas posibles por la “segunda modernidad”, resulte mucho más decisivo centrarse en lo que sigue siendo igual en toda esta fluida y global reflexividad, en lo que funciona como verdadero motor de este continuo fluir: la lógica inexorable del capital. La presencia espectral del capital es la figura del gran Otro, que no sólo sigue operando cuando se han desintegrado todas las manifestaciones tradicionales del simbólico gran Otro, sino que incluso provoca directamente esa desintegración: lejos de enfrentarse al abismo de su libertad, es decir, cargado con una responsabilidad que ninguna Tradición o Naturaleza puede aligerar, el sujeto de nuestros días está, quizás como nunca antes, atrapado en una compulsión inexorable que, de hecho, rige su vida.

La ironía de la historia ha querido que en los antiguos países comunistas de Europa oriental, los comunistas “reformados” hayan sido los primeros en aprender esta lección. ¿Por qué muchos de ellos volvieron al poder a mediados de los años noventa mediante elecciones libres? Este regreso al poder es la prueba definitiva de que esos Estados son ahora completamente capitalistas. Es decir, ¿qué representan hoy en día esos antiguos comunistas? En virtud de sus vínculos con los emergentes capitalistas (no pocos antiguos miembros de la nomenklatura que “privatizaron” las empresas que habían gestionado), son ahora sobre todo el partido del gran Capital. Por otro lado, para ocultar las huellas de su breve, pero no por ello menos traumática, experiencia con la sociedad civil políticamente activa, han sido todos encendidos partidarios de una rápida des-ideologización, de abandonar el compromiso civil activo para adentrarse en el consumismo pasivo y apolítico: los dos rasgos característicos del actual capitalismo. Los disidentes descubren ahora con estupor que hicieron la función del “mediador evanescente” en la transición del socialismo a un capitalismo gobernado, con nuevos modos, por los mismos que gobernaban antes. De ahí que sea un error interpretar el regreso al poder de los antiguos comunistas como expresión de la desilusión de la gente con el capitalismo y de una nostalgia por la antigua seguridad del socialismo: en una suerte de hegeliana “negación de la negación”, ese regreso al poder fue lo único que podía negar la vigencia del socialismo; lo que los analistas políticos (mal)interpretan como “desilusión con el capitalismo” es, en realidad, la desilusión que produce comprender que el entusiasmo ético-político no tiene cabida en el capitalismo “normal”. Con la mirada retrospectiva, se acaba entendiendo lo enraizado en el contexto ideológico del socialismo que estaba el fenómeno de la llamada “disidencia”, cómo esa “disidencia” con su “moralismo” utópico (abogando por la solidaridad social, la responsabilidad ética, etc.) expresaba el ignorado núcleo ético del socialismo. Quizás un día los historiadores advertirán (como cuando Hegel afirmó que el verdadero resultado espiritual de la guerra del Peloponeso, su Fin espiritual, era el libro de Tucídides) que la “disidencia” fue el verdadero resultado espiritual del socialismo-realmente existente…

Deberíamos, por tanto, aplicar la vieja crítica marxista de la “reificación”: imponer la “objetiva” y despolitizada lógica económica sobre las supuestamente “superadas” formas de la pasión ideológica es la forma ideológica dominante en nuestros días, en la medida en que la ideología es siempre autorreferencial, es decir, se define distanciándose de un Otro al que descalifica como “ideológico”. Precisamente por esto, porque la economía despolitizada es la ignorada “fantasía fundamental” de la política postmodema, el acto verdaderamente político, necesariamente, supondría re-politizar la economía: dentro de una determinada situación, un gesto llega a ser un ACTO sólo en la medida en que trastoca (“atraviesa”) la fantasía fundamental de esa situación.

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