Por: Mariano Quiroga
El mes dura siete días. No es una metáfora, sino una realidad que se multiplica en las calles, en las mesas de las casas donde se apila la comida racionada, en los supermercados donde las góndolas ya no son un lugar de elección sino de cálculo. La frase “el día siete ya no queda nada” se escucha en silencio, como si admitirlo fuera ya una derrota. El salario, la jubilación, la changa, todo se evapora con una velocidad que desafía cualquier lógica. Es como si el tiempo mismo estuviera roto, como si el calendario tuviera semanas que no existen. Después del día siete, el mes se vuelve un territorio de pura incertidumbre.
La vida se ha vuelto urgente. No hay proyectos, no hay expectativas de largo plazo. Apenas un presente que arde y consume. Los minutos no se piensan, se administran. La plata es un bien efímero que tiene la misma consistencia que el agua entre los dedos: entra y sale, sin que alcance a sostener nada. Lo que antes duraba veinte días ahora dura menos de siete. El tiempo, que solía organizarse entre el sueldo, los pagos y lo que quedaba para el fin de semana, ya no es una línea recta. Es una serie de vacíos, de huecos que hay que rellenar con tarjetas de crédito, préstamos o esa capacidad argentina de hacer rendir lo imposible.
A la noche, en los barrios del conurbano, se escucha menos ruido. Las mesas son más austeras, las parrillas del domingo se apagan temprano. El ajuste entra por todos lados, con formas que duelen en lo cotidiano. El viaje en colectivo se convierte en una cuenta mental antes de decidir si conviene caminar. El paquete de galletitas en la mochila de los chicos dura más días porque se reparte en porciones más chicas. Se guarda pan del día anterior, se elige el kilo de arroz más barato. Se aprenden nuevos hábitos sin que nadie los enseñe, y todos, con alguna culpa, se adaptan. El ajuste es, sobre todo, una pedagogía del achicamiento.
Pero lo que duele no es solo el dinero que falta. Es también la idea de que no hay nadie escuchando. Las promesas de campaña se quedaron en una pantalla de televisión apagada, y ahora la gente habla menos, como si poner en palabras lo que pasa fuera un acto de desgaste inútil. Nadie espera que alguien lo arregle. Se perdió, quizá, esa fe que alguna vez tuvo la política para ofrecer algo parecido a un horizonte. Es un país que se levanta, trabaja y sobrevive sin demasiada narrativa que le sostenga. La gente repite que “las cosas están mal” como si fuera un mantra, porque no hay mucho más que decir.
Las madres son las que primero ven la fractura. Ellas sienten en la piel cómo la casa se ajusta sin ruido: la luz que se prende menos tiempo, el gas que se raciona, el colegio que avisa que no pagaron la cuota. No se trata solo de lo material. Es una indignación más profunda, un rechazo al engaño. “Nos dijeron que la casta iba a pagar, y al final la estamos pagando nosotras”. No lo dicen con bronca explosiva, sino con una lucidez que asusta. Ellas saben que la desigualdad no es azarosa, que el ajuste siempre golpea a los mismos. Que no es verdad que “estamos todos en la misma”. Desde sus casas, desde las ollas que miran con más cuidado, entienden que las facturas que llegan ahora son parte de un mecanismo donde el sacrificio siempre se pide abajo.
Los jóvenes, en cambio, caminan como si no supieran dónde apoyar los pies. Para ellos, la promesa de futuro ya no existe. Algunos tuvieron esperanza al principio, creyeron que tal vez esta vez sería distinto, pero duró poco. Ahora se conforman con sobrevivir al día a día, con no ilusionarse demasiado. No hay futuro en las palabras, solo un presente administrado. Piensan en irse del país, como quien mira por la ventana cuando la casa se quema. Otros simplemente apagan el pensamiento: lo urgente no deja espacio para otra cosa. Si se preguntan cómo llegó el país hasta acá, no tienen muchas respuestas. Lo aceptan, con un gesto de resignación que es más grande que ellos.
El ajuste ha hecho algo más que achicar el consumo. Ha achicado los sueños, las conversaciones, las posibilidades. La gente se mueve menos. No solo porque los boletos son caros, sino porque ya no hay razones para moverse. Antes había expectativas: se juntaba plata para pintar la casa, para comprarse un aire acondicionado, para cambiar el auto. Ahora se junta plata para no quedarse sin luz, para llegar a fin de mes, aunque ese mes dure siete días.
Todo esto sucede en una sociedad donde el tiempo está roto y el silencio crece. La bronca no siempre se escucha en los gritos; a veces está en la quietud. En el no esperar nada. En la aceptación de que “es lo que hay”. Como si alguien hubiera apagado las palabras que permiten discutir el mundo y construir otra cosa. Queda apenas la resistencia mínima del día a día. La madre que estira la plata un poco más, el pibe que se va a dormir sin cenar pero no lo dice, el abuelo que no compra el medicamento y se aguanta. Es una sociedad que se sostiene, aunque apenas.
La tecnología, que prometía conectarnos y simplificarnos la vida, ahora multiplica la ansiedad. Las aplicaciones bancarias envían notificaciones constantes: saldo insuficiente, pago rechazado, deuda acumulada. El celular, ese objeto que antes servía para escapar de la realidad, ahora es un recordatorio constante de lo que falta. Las redes sociales, con sus imágenes de éxito y abundancia, funcionan como una pantalla rota que refleja una vida que no existe. La comparación es inevitable: ¿por qué ellos sí y yo no? El mundo digital, que alguna vez fue un refugio, ahora es otra fuente de angustia.
La gente sigue adelante, pero de un modo casi automático. No hay tiempo para reflexionar, porque pensar demasiado sería insoportable. El día a día se convierte en una sucesión de actos mecánicos: trabajar, comer lo justo, dormir poco, repetir. Las familias aprenden a estirar el tiempo como estiran el dinero, con una habilidad que mezcla la creatividad con la resignación. La supervivencia, en esta época, es un arte silencioso que no deja espacio para otra cosa.
Mientras tanto, el ruido sigue. Los medios de comunicación, las redes, los discursos políticos, todo se superpone en un caos que aturde. La información es infinita, pero nada tiene profundidad. La gente sabe que el mundo está mal, pero no sabe cómo nombrarlo. Se pierde la capacidad de articular lo que duele. Se vive, pero no se comprende. Es una sociedad saturada de estímulos y vacía de sentido.
Y sin embargo, algo persiste. Aunque el tiempo esté roto, aunque el día siete sea el fin del mes, la gente sigue. No porque tenga esperanza, sino porque no hay otra opción. En las casas, en los barrios, en los cuerpos que resisten, queda un impulso mínimo de seguir adelante. La vida se sostiene, aunque sea precaria, aunque duela. Pero la pregunta persiste, latente, como un zumbido en el fondo de todo: ¿cuánto más se puede resistir sin gritar? ¿Cuánto tiempo puede durar un presente que no ofrece nada más que su propia repetición?
El día siete ya no queda nada. Pero el día ocho, el nueve, el diez, alguien se levanta igual, sale a trabajar, vuelve a casa con lo que pudo conseguir. La vida sigue, pero no se sabe hacia dónde. Es un movimiento sin dirección, un esfuerzo sin promesa. Un presente absoluto que consume todo lo que toca. En esta época, resistir es lo único que queda. Pero resistir no es vivir. Es apenas no desaparecer.