En las urnas, un país dividido eligió el caos. Milei no solo captó el enojo; lo convirtió en un espectáculo. El hartazgo no pide explicaciones, solo quiebres. Mientras tanto la política tradicional quedó atrás, atrapada en discursos vacíos
Por: Mariano Quiroga
Romper Todo
Las elecciones de 2023 en Argentina son un evento que desafía cualquier intento de encapsulación sencilla. No es solo la economía, ni los medios, ni una explicación lineal que pueda abarcar la complejidad del momento. Lo que sucedió es amorfo, mutante, un fenómeno que se mueve entre el antiglobalismo de Trump, el ajuste de Milei y el pragmatismo de Kicillof. El sorprendente corte de boleta Milei-Kicillof en la Provincia de Buenos Aires es un símbolo de contradicción pura: no hay narrativa tradicional que pueda encajar. Es un fenómeno que se nutre de las grietas, del hartazgo y de una desesperación que no responde a ideología sino a la supervivencia.
Captar esta forma amorfa es crucial, pero para lograrlo es necesario abandonar las simplificaciones, las burlas y la indiferencia hacia aquello que no encaja en nuestras teorías. La lengua de esta época no es lineal ni lógica; es una cacofonía de emociones, resentimientos y deseos que las viejas estructuras políticas no logran interpretar. Esta es una era donde lo relevante no es tener razón, sino entender cómo se siente perderla. Las elecciones de 2023 no fueron solo un resultado electoral: fueron el eco de un grito contenido, un hartazgo que explotó en silencio.
La boleta presidencial, una sábana infinita, se transformó en un rompecabezas electoral que los votantes se tomaron el tiempo de cortar y armar deliberadamente. Fue un acto consciente en un contexto de descontento social palpable. Mientras Larreta y Bullrich se desinflaban antes de tiempo, incapaces de conectar, Milei construía una narrativa visceral y contundente: “Romper todo”. Para muchos, esto no era una amenaza, sino una promesa. El error de los partidos tradicionales fue creer que sus discursos habituales seguirían resonando en un terreno donde las referencias a derechos laborales o estabilidad económica sonaban irrelevantes y el cambio se asociaba a una explosión.
Sergio Massa intentó girar, pero sus gestos llegaron tarde. La advertencia sobre la destrucción que proponía Milei no logró conectar con una parte significativa del electorado, que ya había abrazado esa destrucción como esperanza. No se trataba solo de la crisis económica –que, aunque evidente, es solo una parte del problema– sino de una crisis más profunda: cultural, simbólica y emocional. Milei capturó algo que los demás no supieron ver: una corriente que pide ruptura, un voto que no exige soluciones concretas, sino un cambio radical, incluso incierto.
El análisis social muestra un fenómeno transversal: los sectores más pobres eligieron al peronismo, mientras que Milei arrasó entre las clases medias y altas. Este fenómeno supera lo económico y se arraiga en lo emocional. Es un lenguaje que grita “basta” sin matices, un malestar profundo que no encuentra representación en los partidos tradicionales. ¿Cómo se organiza el hartazgo? ¿Cómo se da forma a lo amorfo? Mientras Milei incendiaba con su discurso de casta y promesas disruptivas, la política tradicional quedaba atrapada en un bucle de solemnidad, burla e incapacidad de conectar.
La noche electoral dejó una postal que quema: un país fracturado, al borde del colapso emocional, donde el voto no fue racional ni ideológico, sino visceral. Milei se presentó como una chispa en un galpón lleno de pólvora, encendiendo un fuego que ni los pronósticos tradicionales ni los analistas supieron anticipar. No fue su discurso sobre la dolarización ni sus diatribas contra el cambio climático lo que le ganó adeptos; fue su capacidad de convertir el enojo en espectáculo, de traducir el desencanto en una narrativa que perforó la burbuja de los discursos tradicionales.
Este voto no se explica con los manuales clásicos. Desde los barrios populares que siguen eligiendo al peronismo hasta los sectores medios que abrazaron el caos, el mensaje es claro: algo debe romperse. La respuesta de la política tradicional ha sido solemne o sarcástica, pero en ambos casos sorda. En esta era hipermoderna, donde lo punk y lo solemne conviven, el arbitraje lo lleva quien supo hablar el idioma del desencanto. Milei no es solo un candidato; es un síntoma. Y mientras algunos se refugian en el purismo ideológico o en la nostalgia, el reloj sigue marcando la hora de una Argentina que ya no pide más, sino algo radicalmente diferente.
Las elecciones de 2023 dejaron un paisaje en ruinas: candidatos desmoronados, estructuras políticas desgastadas y el espejismo de un sistema que ya no representa. Milei no fue un rayo en cielo sereno; fue la tormenta que todos veían venir pero que nadie quiso reconocer. Mientras los análisis se centraban en los medios y las encuestas fallidas, el país profundo se partía en dos. Los votos de Córdoba, el peronismo menguante y el Frente de Todos perdiendo millones de votantes son síntomas de un agotamiento colectivo, de un grito ahogado que pide algo más –o tal vez menos– pero nunca lo mismo.
La soberbia de las explicaciones postmortem es tan inútil como las recetas recicladas. Lo de Milei no es solo un número; es ritmo, es la música del hartazgo hecha discurso. Es un loop que rompe y arrasa, que ignora las reglas tradicionales y conecta directamente con el desencanto. Mientras los analistas buscan culpas ajenas, las fracturas del sistema se ensanchan. La derecha extrema no sorprende; lo que sorprende es nuestra ceguera. Es momento de dejar de lado las chicanas y enfrentar el espejo roto de un país que no se entiende a sí mismo, donde un 30% del electorado no pide explicaciones ni soluciones: solo que algo, lo que sea, se quiebre de una vez.