Wednesday, February 5

Habilitar o deshabilitar: el precio de no dar las discusiones en la web

Por: Mariano Quiroga

Mayo, 2025. Las redes sociales arden. El hashtag #NoAlVotoFemenino se convierte en tendencia, y no es un bot, no es una broma ni una intervención artística. Es real. Una corriente de opinión que parecía enterrada hace un siglo vuelve a emerger con una fuerza desconcertante. “Es un tema que tenemos que discutir”, dicen algunos, mientras otros se indignan con furia. En un país donde el debate siempre tiene algo de espectáculo, el argumento es tan brutal como efectivo: poner sobre la mesa lo que parece impensable, lo que ofende en el núcleo más profundo de nuestras convicciones, es la mejor forma de ganar espacio en el juego de las ideas.

Y ahí estamos. En medio del ruido, en el dilema eterno entre habilitar y deshabilitar. ¿Qué hacemos frente a lo que parece inaceptable?

El algoritmo de la indignación

Claudia revisa su celular en la mesa de la cocina, después de un día agotador en la oficina. Los titulares le saltan a la cara: “¿Las mujeres deberían votar?” Un par de influencers conocidos, esos que siempre parecen saber qué decir para encender la chispa exacta, sostienen que la democracia no se sostiene si se da voz a quienes no la entienden. “El voto es un privilegio, no un derecho”, dice uno. Claudia, hija de una feminista de los años 70, no puede evitar sentir cómo algo se revuelve en su estómago. Quiere responder. Quiere gritar. Pero también sabe que, al hacerlo, solo le da más alcance al absurdo.

Sin embargo, no es tan simple. El silencio, en estos tiempos, también se interpreta como complicidad. Es el algoritmo el que manda, y si no estás en la conversación, no existís. ¿Cómo se responde a algo que no debería necesitar respuesta? ¿Cómo enfrentás a alguien que está dispuesto a perder la discusión, pero ganar el territorio?

La torre de marfil está en llamas

Hay algo que este país nunca aprendió: el poder de la representación. En los 90, cuando arancelar la universidad pública era casi un mantra del neoliberalismo, la respuesta de la mayoría de los dirigentes fue moralizar la discusión. “No se toca porque es buena, punto”, decían. Y claro, es cierto. Pero lo cierto no es suficiente. El otro lado usaba cifras, historias, relatos. “Mi hijo no puede pagar el viaje al centro”, decía una madre en un programa de televisión. “¿Por qué voy a financiar la educación de los hijos de los ricos?”, argumentaba otro. No importaba si los datos eran ciertos; importaba que eran concretos.

En el presente, esa misma falta de profundidad se repite. Los que defienden los derechos, la igualdad y las conquistas históricas a menudo se refugian en frases que son tan verdaderas como estériles. “Esto no puede pasar”, “es una locura”, “ya lo discutimos”. Pero no lo discutimos. No realmente. Y ahí está el problema.

Mientras tanto, los que impulsan estas ideas reaccionarias entienden el poder del relato. Construyen historias que apelan al resentimiento, al miedo y al supuesto sentido común. En el universo hipermoderno en el que vivimos, las certezas son peligrosas. La indignación, un combustible inagotable.

La lógica del meme y la política del caos

Milei fue un chiste, hasta que dejó de serlo. Primero apareció como el economista excéntrico, después como el candidato improbable, y finalmente como presidente. En cada etapa, los mismos que lo rechazaban hicieron más por su ascenso que cualquier campaña. “No le den espacio”, decían. “No lo tomen en serio”. Pero el vacío es un lujo que no existe en un mundo donde cada segundo de silencio se llena con likes, retweets y debates.

La política argentina, como el meme, se construye sobre lo instantáneo, lo emocional y lo replicable. Cuando Claudia mira los comentarios bajo las publicaciones sobre el voto femenino, no encuentra argumentos profundos. Encuentra frases cortas, efectivas, cargadas de cinismo: “Si las mujeres pueden votar, ¿por qué no los niños?”. Es grotesco, pero también es eficaz.

La hipermodernidad ha convertido todo en una carrera por el impacto. La verdad, la justicia y la historia son importantes, pero no tienen la inmediatez de un tuit ingenioso.

El dilema de Claudia

A la mañana siguiente, Claudia lleva a su hijo al colegio. En la puerta, un grupo de madres y padres discute lo que vieron en las redes. “Es solo una provocación”, dice alguien. “No hay que darles entidad”. Pero otra madre, una mujer joven con un pañuelo verde en la mochila, responde: “Si no respondemos, ¿quién lo hará? Mi hija de 13 años está viendo esto. ¿Le decimos que no importa?”.

Claudia escucha en silencio. Piensa en su madre, que marchó bajo el calor del verano para exigir el divorcio, en su abuela, que peleó por el voto en los años 40. Piensa en su hijo, que esa tarde va a abrir YouTube y encontrarse con videos que hablan de “la dictadura feminista”.

Sabe que no puede ignorarlo, pero también sabe que gritar no es la solución. Lo que necesita es una estrategia, una narrativa que haga más que indignar. “Tal vez hay que explicarles por qué el voto femenino es importante”, dice finalmente. “Pero de verdad. No desde un pedestal, sino con historias reales”.

Las trampas del extremo

El problema, claro, es que el debate nunca es solo sobre lo que parece. Hablar del voto femenino no es hablar del voto femenino; es hablar de todo lo que implica la igualdad, el poder y el control. En la política del caos, los extremos no buscan ganar el argumento; buscan destruir el campo de juego.

Claudia lo entiende mientras vuelve a su casa. La única forma de enfrentar lo inaceptable no es ignorarlo ni gritarle, sino desarmarlo desde adentro. Usar su mismo lenguaje, pero sin traicionar los valores que le enseñaron su madre, su abuela y todas las mujeres que pelearon para que ella pueda votar.

El futuro es una conversación

Esa noche, Claudia escribe un post en sus redes: “Cuando mi abuela votó por primera vez, tuvo que caminar kilómetros porque no había transporte. Lo hizo igual. No porque fuera fácil, sino porque sabía que ese acto cambiaba algo. Si hoy volvemos a discutir esto, no es porque hayamos retrocedido, sino porque algunos nunca entendieron de qué se trataba. Vamos a explicárselo”.

El texto se comparte, se comenta, se discute. No tiene la contundencia de un meme ni la furia de un tuit, pero tiene algo más valioso: la verdad vivida, el relato que conecta. Y aunque Claudia no lo sepa, es el primer paso para construir algo más que indignación. Es el primer paso para representar, en un país que, a veces, parece haber olvidado cómo hacerlo.

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