Friday, November 22

Trabajadores de plataformas: el precio de la libertad

El viejo capitalismo se viste de algoritmo para continuar muchas de sus lógicas. Sin embargo, quienes usan las apps encuentran un espacio de libertad, aun al precio de no imaginarse como sujetos de derecho laboral.

Fuente: Esteban Magnani

La semana pasada, la Suprema Corte de Justicia del Reino Unido decidió que la Independent Workers’ Union of Great Britain (IWGB) no tenía derecho a formar un colectivo para negociar los salarios de los trabajadores de la plataforma Deliveroo. Las razones fueron que estos “cuentapropistas” podían trabajar para varias plataformas en simultáneo. Dos años y medio antes la misma Suprema Corte había decidido que los choferes de UBER debían ser considerados como trabajadores y tenían derecho a un salario mínimo y días de vacaciones.

La aparente psicosis de la Suprema Corte británica es un ejemplo de lo que está ocurriendo también en países como Uruguay o en el nido mismo de la bestia, el Estado de California, por citar solo un par. Es que el fenómeno de los trabajadores de plataformas es complejo y está atravesado por la lógica eminentemente financiera de los emprendimientos tecnológicos, la gestión algorítmica, el rol de los derechos laborales en un mundo neoliberal y nuevas subjetividades poco dispuestas a pagar el precio de la estabilidad laboral si eso implica resignar cierta soberanía (aun limitada) sobre sus tiempos de trabajo.

En ese combo complejo, con redes de poder desbalanceadas, los trabajadores de la “gig economy” hacen lo que pueden por subirse al sueño neoliberal del emprendedorismo.

Algoritmos y negocios

Desde que Google encontró su modelo de negocios, todos quieren hacer su versión de ese batacazo que sobrevivió a la debacle de las “puntocom” allá por 2001. La apuesta es conseguir inversiones infinitas para producir una “disrupción” similar a la que Google y luego Facebook lograron en el mercado de la publicidad. En lugar de producir contenidos como los medios tradicionales, el algoritmo de búsqueda de Google o el de la red social de Zuckerberg aprovechaban los contenidos producidos por otros para ubicar anuncios.

Es cierto: la inmensa mayoría de las plataformas creadas en esta ruleta fracasaron como ocurre en cualquier casino. Pero “fracasar” no necesariamente implica perder: en el mundo tecnofinanciero las expectativas permiten inflar burbujas y quien sepa saltar a tiempo puede hacerlo con los bolsillos llenos. Eso demuestran casos del mundo de las criptomonedas, los NFT, empresas como WeWork, el Metaverso o, muy posiblemente, UBER mismo. Muchos de los que crearon o apostaron tempranamente a estos proyectos sin ganancias visibles o sustentabilidad terminaron, pese a todo, enriquecidos.

El mundo tecnológico de plataformas que promete negocios imparables y disruptivos se explica solo si se incluye su dimensión financiera. El objetivo es reunir un capital que permita trabajar a pérdida el tiempo necesario para construir un monopolio. Por supuesto, no todas son burbujas: Amazon, Alphabet o Meta demuestran que se puede hacer dinero, pero es muy discutible que realmente esos ingresos se deban principalmente a la innovación tecnológica como demuestran, por ejemplo, las demandas por prácticas monopólicas, entre otras delicias.

Pero una vez aclarado esto, tampoco sería correcto desdeñar el poder tecnológico de estas empresas que usan algoritmos de IA para reducir costos pero también para manipular la conducta de clientes trabajadores. Los algoritmos permiten almacenar y procesar digitalmente millones de pequeños datos como comportamientos frente a determinados estímulos. Cada día pueden probar la tasa de efectividad de, por ejemplo, una oferta, un posteo, un precio sobre una persona de determinado perfil y así comenzar a encontrar patrones que le permitan lograr el mejor resultado de acuerdo al objetivo que le planteó el programador.

Como explica Shoshana Zuboff en su libro La era del capitalismo de vigilancia, los dispositivos registran datos que, al ser procesados, permiten prever comportamientos o, incluso, generarlos. En el mundo del trabajo de plataformas esto significa que el algoritmo distribuye tareas repartiendo premios y castigos para lograr la mayor rentabilidad, algo que en general se logra aumentando la explotación (aunque prefieran hablar de “incentivos”). Una de las herramientas es el ranking al que se someten los choferes o “riders” (pibes del delivery) para que el algoritmo les ofrezca mejores pedidos. El que se demora o rechaza un trabajo pierde puntos y será castigado de una manera que solo se intuye porque, justamente, el algoritmo toma decisiones en una caja negra que ya ni siquiera el programador puede comprender en detalle. Los resultados pueden estar determinados por un lenguaje lógico de programación pero eso no significa que sea neutro ni mucho menos. Aún así, el aura de asepsia de las apps permite ignorar los conflictos al no incluirlos en la configuración. Es el mundo binario del “por sí o por no”. No hay grises posibles. Es el realismo capitalista del que habla Mark Fisher en el que la explotación se despolitiza bajo una fina capa de emprendedorismo.

Flexibilidad y nuevas subjetividades

Las condiciones laborales que ofrecen las plataformas son incompatibles con la estabilidad con la que soñaba un trabajador del siglo pasado. Pero hace tiempo que las “nuevas” generaciones rechazan los ideales de entrar a una empresa de una vez y para siempre. Los trabajos de tiempo parcial o el home office, que se vislumbraban como deseables hace tiempo, cristalizaron luego de la pandemia cuando muchos trabajadores, sobre todo en el primer mundo, prefirieron dimitir antes que ir diariamente a una oficina. Al fenómeno se lo llamó “la gran renuncia”.

Obviamente, abandonar un trabajo seguro a cambio de más “libertad” no es razonable o siquiera posible para todos, pero sí un aspiracional expandido. Es lo que se percibe, por ejemplo, entre los trabajadores de plataforma que aún con todas las restricciones que les imponen los algoritmos, están dispuestos a pagar el precio de no trabajar un día, antes que someterse a las reglas estrictas de la semana laboral, aunque eso implique en la práctica renunciar a vacaciones pagas, días por enfermedad o, acaso, aguinaldo.

Los políticos tradicionales no comprendieron que el trabajador de plataformas tiene “una lista interminable de cosas más importantes que la seguridad laboral”, parafraseando al Tanguito de Fernando Mirás. Ellos, aún conscientes de que el algoritmo los empuja, somete, y explota, sienten que al menos pueden apagar el celular o, incluso (tal vez no por mucho tiempo) descargar otra app y volver a pedalear. Aún así, como el informe Las regulaciones en la economía de plataformas de Fundar afirma, es posible pensar una flexibilidad con derechos, no la que promueve el neoliberalismo salvaje.

En ese combo de lógicas financieras, algoritmos, derechos laborales y nuevas subjetividades, surgieron fenómenos inesperados como que los trabajadores de plataformas que pedalean todo el día para ganar unos mangos, que ponen el capital fijo de sus bicicletas, autos o celulares, que corren el riesgo de tener accidentes sin que nadie se haga cargo, se hayan transformado en referencia para entender el voto al flamante presidente electo Javier Milei. Desde la perspectiva de los derechos laborales, los explotados de hoy se autoperciben emprendedores. Como dice Byung-Chul Han, la dialéctica del amo y el esclavo se ha internalizado: la figura del patrón se pixela detrás de la pantalla y uno se explota a sí mismo con “libertad”.

Justamente, lo que está en juego es qué significa hoy “libertad”, en general, pero también en un vínculo laboral. ¿Es libertad que alguien pueda ser despedido simplemente bloqueándolo de una aplicación? ¿Que si tiene fiaca pueda decidir que ese día no trabaja aunque a la noche solo pueda comer fideos? ¿Que puede “aprovechar” un día de lluvia para hacer unos pesos extra? ¿Que si tiene un accidente se arregle solo para llegar a un hospital público y para sobrevivir sin un sueldo? ¿Que se muera quien se tenga que morir?

En muchos sentidos, internet se ha transformado en un paraíso neoliberal desregulado, parecido al que caracterizó la conquista del oeste en los EE.UU. La falta de autoridades y reglas permitieron alambrar, conquistar, desplazar de acuerdo a la ley del más fuerte. En algún momento la ley llegó hasta ahí también, pero ese imaginario de que con la pistola al cinto somos todos iguales resulta difícil de desarticular.

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