CRISIS DE RECURSOS NATURALES POR LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL
Por: Sergio Sorin
La Inteligencia Artificial (IA) no es magia. Se trata de programas muy sofisticados que permiten calcular, predecir y analizar artificialmente lo que los humanos tardamos años, décadas o toda una vida en realizar. Su existencia y funcionamiento depende no solo de las personas que la diseñan e implementan, sino también de los datos y una descomunal capacidad informática para procesarlos. El costo que estamos pagando por ello es el siguiente:
Materiales
La IA requiere una potencia de cálculo descomunal que hoy sólo se obtiene por cientos de miles de procesadores, memorias y componentes interconectados por redes de fibra óptica. Si para fabricar una sola computadora se usan 240 kilos de combustibles fósiles, 22 kilos de productos químicos y 1,5 toneladas de agua1, para montar la IA se necesitan centros de datos del tamaño de estadios de fútbol con decenas de miles de procesadores2.
El desarrollo tecnológico permitió encontrar nuevos minerales más eficientes para construir la tecnología de procesamiento y almacenamiento de datos. Estos minerales no se encuentran en estado puro en la naturaleza, sino que forman parte de óxidos o silicatos y muchas veces son impurezas que se encuentran presentes en las llamadas “tierras raras”, un lodo cuyo refinamiento permite obtener elementos con propiedades electroquímicas y magnéticas únicas que los hacen muy preciados por la industria electrónica.
“Para montar la IA
se necesitan
centros de datos
del tamaño de
estadios de fútbol
con decenas
de miles de
procesadores”.
Fuente: Atlas de la Inteligencia Artificial
El J.P. Morgan bank no duda3: sostiene que Latinoamérica está llamada a ser el epicentro del suministro de alta tecnología por sus reservas de litio, tierras raras y minerales críticos para la industria tecnológica como plata, cobre, niquel, cobalto y grafito. Para este viejo actor financiero global, la región no está aprovechando todo su potencial en las cadenas de valor de la energía limpia y componentes digitales. Su punto de comparación es la República Democrática del Congo porque “superan con creces en términos de rentas minerales, o en la diferencia entre el valor de producción de una reserva de minerales a precios mundiales y los costos totales de producción”.
Un poco de contexto: las reservas mundiales de tierras raras ascienden a 130 millones de toneladas métricas, de las cuales una tercera parte se encuentra en China, el resto se reparte entre Vietnam, Brasil, Rusia, India, Australia y EEUU, entre otros. En la República Democrática del Congo, señalada como modelo de renta minera, persisten los conflictos armados por su control y comercialización; la producción de los llamados “minerales de sangre” se realiza bajo condiciones infrahumanas que, según Unicef, emplea al menos 40 mil niños y niñas en la extracción de coltán, estaño y tungsteno4. Un combo de explotación infantil y conflictos armados.
Al otro lado del Atlántico, el “triángulo del litio” situado en el norte de Argentina, Chile y sur de Bolivia, es la principal reserva mundial de este mineral necesario para mantener encendidos los teléfonos y dispositivos que producen datos sobre los que se alimenta la IA. Además, el litio es fundamental para reducir drásticamente las emisiones de carbono y ayudar a la visión global compartida por las Naciones Unidas para 2030.
Con una industria voraz y en ascenso, el impacto ambiental de la extracción y procesamiento de estos recursos es significativo: en todos lados causan contaminación del agua, degradación del suelo y problemas en la salud de las comunidades locales. No obstante, su integración en la cadena de suministro global es tan central, que allí donde se encuentran reavivan tensiones geoestratégicas y conflictos armados.
Energía
La IA se entrena para aprender a predecir correctamente un resultado y en el proceso devora energía. Pero lo que más aumenta la huella de carbono es su uso cotidiano en búsquedas, juegos, redes sociales y la automatización e interoperabilidad de plataformas de todo tipo, financieras, industriales, informacionales, etc. “Estamos viendo que las personas utilizan modelos generativos de IA sólo porque sienten que deberían hacerlo, sin tener en cuenta la sostenibilidad”, afirma Sasha Luccioni, líder climática de la empresa de IA Hugging Face, una de los pocas investigadoras contratadas por empresas para intentar evaluar las emisiones generadas en sus modelos de IA.
Precisar el impacto ambiental y la energía que demanda la IA es materia de debate. Los programas de IA son tan complejos que requieren muchísima más energía que otras formas de computación. Las empresas tecnológicas no son proclives a informar la energía y agua que utilizan en sus centros de datos. Luccioni y su equipo lo saben bien; analizaron Bloom, una IA que con 176.000 millones de parámetros -solo mil millones más que GPT-3- es uno de los modelos más extensos desarrollados a la fecha. En su desarrollo (del que participaron científicos de 60 países pertenecientes a 250 instituciones) emitió 50 toneladas métricas de dióxido de carbono, el equivalente a que un solo individuo tome 60 vuelos entre Londres y Nueva York5. Su demanda energética es tal que se alimenta de energía nuclear y consume casi 12 veces más energía que una búsqueda con la IA de Google, que según su informe ambiental entre 2019 y 2021 el 60% del consumo energético de la empresa del buscador estuvo vinculado a sus desarrollos de IA.
Toda esta potencia de cálculo es tan grande y descomunal que deja huellas a la vista. Los servidores de OpenAI en los que funciona ChatGPT demandan 564 MWh (Patel & Ahmad, 2023), equivalente al consumo energético anual de 60.000 familias argentinas. Solo el entrenamiento del modelo GPT-3 requirió la misma energía que fabricar 370 coches BMW o 320 vehículos eléctricos Tesla. O medido de otro modo, implicó emitir a la atmósfera más de 500 toneladas métricas de CO2 lo mismo que producen dos mil viajes en auto de Buenos Aires a Mar del Plata. Y esto analizando sólo dos modelos conocidos, de los muchos que están en desarrollo.
Agua
Semejante consumo energético requiere mucha agua para enfriar el equipamiento. Investigadores de la Universidad California (UC Riverside) abordaron la huella hídrica de la IA y descubrieron -hurgando en los reportes ambientales de Microsoft (accionista mayoritario de OpenAI)- que solo el entrenamiento de ChatGPT-3 requirió unos 700.000 litros de agua6. Este consumo de agua se habría triplicado si el entrenamiento se hubiera realizado en los centros de datos asiáticos de Microsoft, más económicos que los situados en los países nórdicos7.
Tal vez el secreto que rodea a la “caja negra” de la IA llevó a la reconocida investigadora de la Universidad de Yale, Kate Crawford, a preguntarse dónde está ubicada materialmente la IA. En su Atlas de la Inteligencia Artificial 8 señalan que las instalaciones y centros de datos se sitúan principalmente en regiones donde la electricidad es más barata y cerca de fuentes de agua dulce para refrigerar los equipos. Basta con buscar “Utah Data Center” en Google Maps para encontrar que la National Security Agency (NSA) ubicó uno de sus preciados centros de datos de IA entre dos inmensos lagos de agua dulce en Bluffdale, Utah, en una instalación de más de 110 mil metros cuadrados que en 2015 -según Crawford- consumía diariamente casi 6,5 millones de litros de agua al día para enfriar sus instalaciones.
De acuerdo con el informe ambiental de Google9, la compañía necesitó 59 millones de litros por día para operar sus sistemas. Si bien fue el primer gigante tecnológico en dar a conocer el uso de agua en todo el mundo, las cifras que proporcionó son promedios, lo que esconde detalles importantes sobre los impactos locales de sus centros de datos. Solo después de una batalla legal en Oregon, admitió que los centros de datos allí instalados utilizaban una cuarta parte del suministro de agua de la ciudad (Singh, 2023).
Para llevarlo a un terreno doméstico… Cada conversación simple de aproximadamente 20 a 50 preguntas y respuestas “bebe” medio litro de agua. Cuántas interacciones diarias con la IA realizan solo las personas (sacando de lado a las interacciones automatizadas por otras IA y sistemas informáticos, cuya escala es difícil medir) dependerá de multiplicarlo por los cientos de millones de personas que se vuelcan frenéticamente a su uso gracias a la descomunal campaña de marketing y desarrollo de la llamada “industria 4.0”.
“Semejante consumo energético requiere mucha agua para enfriar el equipamiento”.
Los centros de estudio de las universidades coinciden que para hacer posible una IA verdaderamente sostenible se requieren metodologías que contemplen un abordaje holístico sobre la huella hídrica, junto con la huella de carbono10. Esta agenda no puede ser sólo declamativa. Los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y su cumplimiento ya no son optativos, constituyen un punto central para que lo obvio no sea inminente.
Costos
Estimar el impacto ambiental de la IA es necesario, no sólo para cuidar el planeta, sino también para entender cuales son los verdaderos costos de esta nueva aventura de la humanidad.
En 2012, cuando la IA aún no estaba siquiera en el radar del gran público, OpenAI estimó que la cantidad de cómputos usados para entrenar a un solo modelo de IA se multiplicaba por diez cada año. Este crecimiento exponencial se explica porque los programadores encuentran más y más maneras de usar más chips de procesamiento en paralelo para acelerar el cálculo de las redes neuronales.
El desarrollo de cada nuevo modelo de IA insume cientos de millones de dólares (para desarrollar ChatGPT-4 se habrían utilizado más de 25.000 GPU A100 de Nvidia a un valor por unidad de 10.000 dólares). Los actores y fondos de inversión que apalancan su financiamiento son muy pocos y el marketing detrás de la IA nunca va a reflejar los impactos ambientales que genera.
En 2019, un equipo de la University of Massachusetts Amherst, liderado por la investigadora de IA Emma Strubel, se enfocó en tratar de comprender la huella de carbono de los modelos de procesamiento del lenguaje natural (PLN) y esbozaron algunas estimaciones ejecutando modelos de IA durante cientos de miles de horas computacionales. Descubrieron que al ejecutar un solo modelo de PLN se producían más de 660.000 toneladas de emisiones de dióxido de carbono, el equivalente a toda la vida útil de cinco automóviles a nafta (incluida su fabricación) o a 125 viajes de ida y vuelta desde Nueva York a Beijing en avión.
En China, según Greenpeace, la industria de los centros de datos está conformada por grandes compañías -que no escapan a los controles estatales- entre las que se incluye Alibaba, Tencent y GDS. Ellas obtienen el 73% de su energía del carbón. En 2018, China informó que emitió alrededor de 99 millones de toneladas de CO2 y se estimaba que aumente dos tercios el consumo de electricidad de sus centros para 2023.
En Occidente, las principales compañías del sector, como Microsoft, Google y Amazon tienen otros modos: compensan su huella de carbono comprando “créditos ambientales” mientras otorgan las licencias de sus plataformas de IA a compañías de combustibles fósiles para ayudarlas a ubicar y extraer combustible del suelo, lo que impulsa todavía más a la industria hacia una mayor responsabilidad en el cambio climático antropogénico (Crawford, 2022).
Inferencia
Contrariamente al sentido común y por más contradictorio que parezca, la realidad que la IA nos propone frente a la pantalla es una construcción caprichosa. Al usarla jugamos a ser amos, escribimos deseos en un prompt y ella obedece; bien o mal -no importa- obedece. Con ella somos más eficientes que ayer, pero menos que mañana. Gracias a ella ganamos la libertad de mandar. Y estamos dispuestos a pagar el precio que sea, aunque ello suponga la destrucción de la biósfera planetaria y de nuestra propia subjetividad. Con la innovación como premisa y la generación de riqueza como baluarte, así es como doblegamos el planeta ante la lógica de acumulación de riqueza, cada vez más concentrada y totalmente fuera de control.