Wednesday, January 22

Las fuerzas armadas del cielo, entre el escenario y las pantallas


Por: Mariano Quiroga

La Sociedad Italiana de San Miguel está repleta. Afuera, la humedad parece envolverlo todo; adentro, el aire vibra entre el resplandor de las pantallas y el murmullo de conversaciones incesantes. Este no es un evento político convencional. La mayoría de los asistentes son jóvenes, principalmente hombres, y sostienen sus celulares no para capturar el momento, sino para transmitirlo en vivo. Cada gesto, cada palabra, cada aplauso silencioso es absorbido por el infinito flujo de las redes sociales.

En el centro del escenario, una bandera proclama: “Argentina será el faro que ilumina el mundo”, enmarcada por palabras como “Dios”, “libertad”, “vida”, “patria” y “familia”. A simple vista, parece un regreso a la retórica de los años 30, pero el ambiente digitalizado lo transforma en algo más: una fusión de pasado y futuro, anclada en un presente hiperconectado.

Daniel Parisini, apodado el “Gordo Dan”, sube al escenario. Su frase de apertura es tan breve como explosiva: “Queremos ser el brazo armado de Javier Milei”. El público, lejos de sorprenderse, levanta sus celulares en un gesto colectivo que captura, comparte y amplifica. No se refiere a armas físicas, (o eso queremos creer): su batalla es de palabras y símbolos, de memes y videos que buscan viralizar un mensaje tan incendiario como peligroso. Pero esa línea entre la violencia simbólica y la real se difumina. Lo que empieza como un tuit puede transformarse en algo más tangible, más dañino, cuando cala hondo en los discursos de odio que circulan en internet.


Las pantallas, omnipresentes, son el medio y el mensaje. La sala está llena, pero el verdadero escenario no es físico sino que es internet, son los grupos de WhatsApp, los trendig topic en X y los videos editados para TikTok. En este ecosistema, lo efímero es lo que importa. No se busca un impacto duradero, sino un momento de viralidad que provoque reacción inmediata sustentada en la confrontación.

Esto sucede porque el ecosistema digital favorece la viralidad basada en el enfrentamiento. Las publicaciones diseñadas para polarizar son recompensadas con mayor alcance, no por su verdad o relevancia, sino porque generan más interacciones. Esto transforma a los usuarios en amplificadores involuntarios de mensajes que fragmentan la conversación pública, mientras las plataformas priorizan la atención sobre el diálogo constructivo.

Cuando Agustín Laje toma el micrófono, habla con precisión de la “hegemonía de la libertad”. Sin embargo, su mensaje no fluye libre de contradicciones. Los discursos que condenan el globalismo se globalizan en el acto, utilizando las herramientas más modernas de la era digital. Pero lo más inquietante es el subtexto que atraviesa sus palabras: apelaciones indirectas a la exclusión, a la discriminación, a una idea de libertad que, lejos de incluir a todos, delimita quiénes pueden pertenecer y quiénes no.

Le sigue Agustín Romo, diputado libertario, es quien arremete contra el Estado con fervor. No hay lugar para las preguntas incómodas: ¿cómo justifica su dependencia de los punteros políticos en los barrios? En el escenario no hay espacio para la coherencia, solo para el impacto. Y ese impacto, muchas veces, se construye sobre la base del odio. Los comentarios en las transmisiones en vivo replican sus consignas, pero a menudo las deforman en insultos y amenazas dirigidas hacia cualquier grupo que perciban como “enemigo”.


Los símbolos presentes en el evento son igual de maleables. Canciones peronistas alteradas con IA suenan en un acto que se declara antiperonista. Palabras como “familia” y “libertad” adquieren nuevos significados según la audiencia y el contexto. En las redes, esos mismos símbolos pueden amplificar el enojo, camuflados bajo slogans que parecen inofensivos, pero que encierran la semilla de la división.

Cuando el acto termina, los asistentes salen a las calles de San Miguel proclamando haber vivido un “momento histórico”. Sin embargo, lo histórico no está en el contenido, sino en la forma: en cómo la política se convierte en espectáculo, en cómo las redes sociales se transforman en el campo de batalla donde se libran guerras de información, y en cómo los discursos violentos encuentran en este ecosistema el caldo de cultivo perfecto para expandirse.

La verdadera preocupación no radica solo en lo efímero del evento, sino en lo permanente de sus consecuencias. Cada tuit, cada video, cada comentario cargado de odio alimenta una atmósfera de polarización que excede la esfera digital y se filtra en la vida cotidiana. En un mundo saturado de estímulos, donde la atención es la moneda más valiosa, el peligro no es que estos discursos se olviden rápidamente, sino que, al viralizarse, se normalicen.

Mientras las luces de San Miguel se apagan, el acto sigue vivo en la nube, replicándose en innumerables versiones y con cada réplica, la viralización de la violencia gana fuerza, encontrando nuevos públicos dispuestos a consumirlo hasta perpetuarlo. En este tiempo hipermoderno, la confrontación ya no necesita armas: basta con una conexión a internet.

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