Por: Mariano Quiroga
Los episodios de violencia ocurridos en Pinamar y Palermo nos enfrentan con una realidad más profunda: no se trata solo de agresiones aisladas, sino de un síntoma de cómo nos estamos relacionando como sociedad. Estas acciones no emergen en el vacío. Están íntimamente ligadas a una cultura cada vez más marcada por los mensajes de odio, la fragmentación social y el debilitamiento de la idea de comunidad, alimentada por un contexto político que legitima estas actitudes.
En el campo de golf Links de Pinamar, el ataque sufrido por Silvia Lopresti fue un claro ejemplo de esta fractura. La agresora, Celeste López, golpeó a Lopresti con un palo de golf mientras profería insultos clasistas y racistas, considerándola una intrusa en un espacio que percibía como exclusivo. La víctima, que sufrió hematomas en varias partes del cuerpo, describió un ambiente hostil donde su presencia fue vista como una violación de las normas implícitas de un entorno elitista. Por su parte, en Palermo, un hombre atacó verbalmente a militantes de JudiesXPalestina con insultos cargados de racismo y clasismo, jactándose de su riqueza y afirmando que “los ricos no van presos”. Ambos casos reflejan una apropiación del espacio público y privado bajo lógicas excluyentes: quien no encaja en ciertos parámetros de clase, estética o pensamiento es percibido como una amenaza.
El rol de los mensajes de odio y la dinámica de las redes sociales
Estos episodios evidencian el impacto de los discursos que promueven el odio como estrategia política. En el contexto actual, marcado por la presidencia de Javier Milei, estas narrativas se han normalizado. La retórica de Milei y sus aliados, que descalifica a quienes no coinciden con sus ideas con términos como “parásitos” o “zurdos de mierda”, crea un caldo de cultivo para que los conflictos cotidianos se transformen en agresiones justificadas por una supuesta superioridad moral o ideológica.
Estas narrativas no son solo palabras; son formas de configurar el mundo. Al reducir los vínculos sociales a un juego de suma cero, donde solo hay lugar para unos pocos, se erosiona la posibilidad de construir horizontes colectivos. En este modelo, el “yo” no solo se ensalza, sino que se aísla, y el “nosotros” se desvanece como un vestigio de un tiempo donde la convivencia y la cooperación eran valores centrales.
En este contexto, las redes sociales funcionan como catalizadores perfectos. Lo que en otros momentos hubiera quedado como una agresión aislada, hoy se amplifica, se encapsula y se transforma en un espectáculo global. La viralización no solo expone el hecho, sino que lo convierte en material para alimentar trincheras discursivas. Cada video de agresión se convierte en un campo de batalla simbólico, donde los bandos no buscan resolver la división, sino reafirmarla.
Este ciclo tiene un componente aún más perturbador: el protagonismo del odio como performance. En un mundo que prioriza ser visto por encima de ser ético, los agresores no solo buscan dañar, sino también ser validados por una audiencia que legitime y celebre la violencia como una reafirmación de poder. En lugar de ocultar sus actos, los exhiben con orgullo, buscando en la viralización no solo reconocimiento, sino pertenencia. El odio, así, se convierte en un acto de identidad, en una bandera que define quiénes son y a qué grupo pertenecen.
Este ecosistema, alimentado por algoritmos que privilegian la polarización, no deja espacio para la reflexión. Cada clic, cada comentario y cada retuit refuerzan la lógica de que el mundo se divide entre buenos y malos, entre ellos y nosotros. Y en esa dinámica, la posibilidad de construir puentes se pierde, reemplazada por muros cada vez más altos.
El deterioro del espacio público y el bien común
Estos episodios muestran algo más profundo: el retroceso de la idea de lo colectivo. La apropiación del espacio público bajo lógicas individualistas —donde “mi libertad” justifica excluir, discriminar o violentar— refleja una fractura social cada vez más pronunciada. En el caso del campo de golf, el clasismo implícito de un espacio elitista generó una reacción violenta; en Palermo, el rechazo a la protesta pacífica mostró la intolerancia hacia expresiones políticas y culturales que desafían el status quo.
Esta tendencia es reforzada por un modelo político que promueve una visión darwinista de la sociedad: el que tiene más poder o recursos prevalece, mientras el resto es excluido. En este contexto, la violencia no solo se normaliza; se valida como una herramienta legítima para imponer una visión del mundo.
¿Cómo revertir esta fragmentación?
Romper este ciclo de odio y división exige ir más allá de la denuncia. Es necesario cuestionar los discursos que legitiman estas conductas y exigir a quienes ocupan espacios de poder una responsabilidad activa en la construcción de un diálogo social que priorice el respeto y la diversidad.
Revalorizar el espacio público como un lugar de encuentro, no de disputa, es fundamental. Las calles, los barrios y las plazas deben ser concebidos como espacios de todos, donde el bien común no es un obstáculo para la libertad individual, sino su condición. En este sentido, los casos de Pinamar y Palermo invitan a reflexionar sobre la necesidad de construir un nosotros inclusivo, que permita la convivencia y la solidaridad como bases de una sociedad más justa.
La lucha contra los mensajes de odio y la fragmentación social no es solo una tarea política; es un desafío cultural. En una época donde el “otro” se percibe como enemigo, el verdadero acto de resistencia es rescatar y reconstruir el sentido de comunidad.