Una estampita gastada sobre la computadora y el eco de San Cayetano en la calle marcan el inicio. Es un día como cualquier otro, pero algo en el aire se siente distinto. La bronca no grita: murmura, se acumula. Nadie mira a nadie en el bondi, nadie escucha a nadie en el café, pero todos sienten lo mismo.
Mientras el humo del cigarro se disipa, un nuevo lenguaje se cuela en las redes y organiza el hartazgo en un grito silencioso. Alien Duce no llega para advertirnos: llega para mostrar lo que ya explotó
Por: Mariano Quiroga
Una estampita pegada a la computadora y el eco de San Cayetano nos traen el murmullo de los que caminan con el hambre viejo y la bronca nueva. Las mesas del café están llenas, pero las miradas vacías. La gente habla entre dientes, un murmullo que se mezcla con el ruido de la calle. “No es sólo la plata,” dice una voz. “¿Qué plata? Si no queda ni para el miedo.” El bondi va repleto, pero nadie mira a nadie. Hay algo roto en el aire, una especie de cansancio que no te lo sacás ni durmiendo. Una bronca vieja, como el humo de un pucho que ya no tiene ni gusto a nada.
“Si ya vivo con miedo, ¿qué me va a dar miedo?”, suelta alguien en la calle. Es la voz de un tipo que ya vio todo y no espera nada. La tele sigue vendiendo promesas, pero la calle huele a otra cosa: resignación mezclada con furia. Nadie espera que le solucionen la vida, pero aunque sea que lo miren. Que lo escuchen. Porque el problema no es sólo el precio del pan, es esa sensación de estar en el borde todo el tiempo, sin red. Abajo, en serio, nadie quiere que le digan qué es o qué pensar. Lo que pasa está ahí, en la voz de los que no gritan, pero igual se están quedando sin aire.
La imagen es clara y la repetimos hasta el cansancio: un auto manejado por alguien que ya no puede más. Es una postal de agotamiento, una captura del domingo. La bronca se acumula como humo de escape y votó. El meme lo dice antes que cualquier analista político, porque el meme no analiza: condensa y escupe. Ahí está el chofer, harto, cambiando el rumbo. La frontera entre lo que se ve y lo que no se quiere ver se corrió y nadie la marcó a tiempo. Mientras tanto, hay una dirigencia que se entretiene en la superficie.
Hay quienes si lo entienden. No es una estrategia. Es la manera en que hablan, porque son digitales como el aire que respiran. No publican; existen en las redes. El mensaje ya está dado, no se construye: se viraliza, se cuela en los silencios de un país que se siente en pausa. Otros, anclados en lógicas viejas, ven ruido donde hay idioma. El meme no es chiste, es grito y mientras los de siempre explican con palabras gastadas, otros ya postearon, compartieron y ganaron. Llegan primero, y cuando alguien quiere reaccionar, ya es tarde.
El problema siempre es el inicio. Arrancar. Como cuando el primer voto cae en la urna y ya no hay vuelta atrás. Yo lo veo venir, pero no por adivino, sino porque trabajo analizando la hipermodernidad. Me dicen exagerado, gorila, hiperconectado. Me insultan como si decirlo fuera el problema y no lo que se viene. Mientras tanto, el vaso comunicante entre las redes y la calle rebalsa. No son libervirgos, ni un capricho de CABA. Es el ruido del mundo colándose por una grieta que nunca se quiso mirar. Ahora el golpe dolió. Ahora arranca, aunque tarde, el relato de lo que fue.
El hartazgo se sentaba en la mesa de todos. No era algo menor, ni un griterío ajeno. No eran memes aislados, ni una ola verde echando leña. Fue un fuego que nadie quiso apagar cuando empezó a arder. Porque la realidad se construye entre silencios y gritos, entre lo que se ve y lo que se elige ignorar. Mientras decían que no, que acá no iba a pasar, la red ya había cosido ese enojo en un gesto, un voto, un rechazo. Ahora el inicio ya está escrito, aunque duela admitirlo. Lo peor es que lo vimos venir, pero preferimos pensar que no podía pasar.
No es buena idea burlarse. La comunicación se mudó y muchos no lo notaron. Las palabras dejaron de significar lo que creíamos, pero nadie quiere aprender la nueva lengua. Las emociones marcan la agenda y el dato no mata relato. La política tradicional se aferró al discurso racional, gutemberiano, mientras del otro lado existe un idioma hecho de pulsiones, de memes y de indignación viralizada. Quien no lo entiende queda afuera, hablando solo, como un eco en un mundo que ya no escucha.
X es la memoria de esta época, donde todo queda. Donde los avisos no atendidos duelen más. Las alertas están ahí, escritas como un grito que no quiere ser profético. Pero la incomprensión se disfraza de sorna, de incredulidad. El fenómeno no es la derecha conocida. Es otra cosa. Algo que crece mientras todos miran para otro lado. Ahora, cuando las palabras ya no alcanzan y la explicación racional se desmorona, la nueva lengua impone su lógica. La culpa es no haberla aprendido a tiempo.
El pulso no lo impone la experiencia, sino quien entiende qué fibra tocar. Y ese es el problema: mientras los partidos de siempre titubean, las nuevas derechas avanzan con un ritmo que descoloca. No es lineal, no es un voto clásico de derecha, aunque termine en Milei. Es un voto harto, visceral, que organiza el enojo como un tambor en medio del ruido. Les vaya bien o mal en los números, ya ganaron algo: el tiempo, la agenda, el tono de la discusión. Hace rato que corren por delante y nadie sabe como frenarlos.
No es un disparate. Es un lenguaje. Un lenguaje que las fuerzas tradicionales no quieren aprender o, peor, subestiman. Se quedaron mirando lo que les parece absurdo, sin entender por qué resuena. La pregunta no es solo por qué ganan, sino por qué logran paralizar a los otros. ¿Qué descoloca tanto? Hay algo en cómo comunican, cómo traducen el enojo en acción, que los hace imparables. Los otros, en cambio, juegan como si el partido fuera el de siempre, ignorando que cambió la cancha, las reglas y hasta el público. La verdadera derrota es no saber leer la época.