Por. Mariano Quiroga
Veinte años después de Cromáñon, el fuego de esa noche sigue ardiendo en la memoria colectiva, pero el contexto en el que vivimos lo consume de manera distinta. En los 90 y principios de los 2000, vivíamos con un romanticismo sucio: recitales llenos de humo, paredes sudadas y cables a la vista. Había una precariedad que no solo aceptábamos, sino que celebrábamos como parte del folclore de nuestra generación. Ser “del palo” implicaba ignorar los riesgos, como si el peligro fuera un precio a pagar por la autenticidad.
Pero el 30 de diciembre de 2004 rompió esa ilusión. Lo que sucedió en Cromáñon no fue solo un incendio; fue la demostración brutal de que habíamos construido una cultura sobre cimientos de desidia y negligencia. Esa noche, el techo de goma espuma que se prendió fuego no solo consumió vidas, sino también nuestra manera de entender el mundo. ¿Cómo era posible que todo estuviera tan mal armado? ¿Cómo habíamos llegado a aceptar la improvisación como algo normal?
Dos décadas después, el contexto es otro, pero las preguntas siguen resonando. Hoy vivimos en una era que glorifica la velocidad, la conexión constante y la imagen sobre la sustancia. La tecnología nos dio herramientas para registrar, denunciar y conectar, pero también nos encerró en burbujas de inmediatez y olvido. En los 90, la música era una experiencia visceral: los pies pegajosos de cerveza, los codazos en el pogo, la cercanía con desconocidos que compartían tu misma pasión. Hoy, todo eso parece arcaico frente a las pantallas que lo mediatizan todo. Vamos a recitales y grabamos más de lo que vivimos, buscando likes en lugar de memorias.
Pero ese cambio no nos hizo inmunes al riesgo. La cultura hipermoderna en la que vivimos disfrazó la precariedad de modernidad. Ahora los lugares tienen certificaciones, los matafuegos están a la vista, y las salidas de emergencia están señalizadas. Sin embargo, seguimos aceptando lo mínimo necesario para “cumplir”. Como sociedad, aprendimos a maquillar la negligencia sin erradicarla. Los incendios siguen ocurriendo, las tragedias no desaparecieron; simplemente cambiaron de forma.
Lo más cruel de los últimos veinte años es cómo integramos la tragedia en nuestro día a día. Cromáñon fue un punto de quiebre, pero también una advertencia que decidimos olvidar rápido. Las primeras semanas después del incendio, las calles estaban llenas de fotos de las víctimas, de pancartas exigiendo justicia, de un duelo colectivo que se sentía sincero. Ahora, esos rostros solo aparecen en aniversarios y documentales que compiten con millones de otras historias por un momento de nuestra atención.
La cultura hipermoderna nos empuja a consumirlo todo, incluso el dolor, de manera rápida y superficial. Transformamos la tragedia en contenido y el contenido en mercancía. En los 90, habría sido impensable que un evento como Cromáñon se diluyera en un mar de posteos y hashtags. Pero eso es lo que hacemos ahora: archivamos el pasado para dar paso al siguiente tema viral.
Y sin embargo, el duelo persiste, aunque sea de manera fragmentada. Los que vivimos esos años seguimos sintiendo el peso de esa noche, especialmente cuando entramos a un boliche o un estadio. Todavía miramos el techo, chequeamos las salidas, notamos los matafuegos. Es un reflejo que aprendimos demasiado tarde, pero que llevamos como una cicatriz. La música, que era nuestro refugio, nunca volvió a sentirse igual.
En estos veinte años también vimos cómo la industria del entretenimiento se adaptó. La rebeldía de los 90 dio paso a una profesionalización forzada, impulsada por el miedo a repetir tragedias. Las bandas dejaron de promover conductas riesgosas, pero también perdieron parte de su rebeldia. En un mundo donde todo se controla, se mide y se monetiza, la espontaneidad se volvió un lujo peligroso.
¿Qué aprendimos realmente de Cromáñon? Esa es la pregunta que debería perseguirnos, pero que rara vez enfrentamos con honestidad. Aprendimos a desconfiar: de los empresarios, de las autoridades, de nosotros mismos. Pero también aprendimos a convivir con esa desconfianza, a tolerar la precariedad siempre y cuando no nos afecte directamente. La tragedia nos cambió, pero no lo suficiente.
Hoy, seguimos bailando entre las llamas, pero lo hacemos con la certeza de que nada es permanente. En el mundo hipermoderno, todo puede desaparecer en un instante: una banda, un boliche, una vida. Y aunque nos llenamos de promesas de “nunca más”, también sabemos que esas palabras se desgastan con el tiempo. Lo que queda es el eco, un recordatorio constante de que vivimos en un sistema que no perdona los errores, pero que tampoco aprende de ellos.
El problema es que hemos aprendido a gestionar el trauma como un producto más. Cromáñon se convirtió en un caso de estudio, en documentales premiados, en lecciones en la facultad, pero ese tratamiento académico o mediático a veces despoja a la tragedia de su humanidad. Las cifras y los hechos concretos se repiten tanto que corremos el riesgo de olvidar que cada número representaba una vida: un pibe o una piba que se vestía frente al espejo, planificando esa noche como una fiesta que nunca iba a terminar.
Y mientras el relato oficial se vuelve más distante, las heridas individuales persisten. Las familias que perdieron a sus hijos siguen luchando, ahora contra el tiempo y contra un sistema que prefiere archivar en lugar de resolver. La justicia llegó, pero nunca es suficiente. En un país donde el pasado parece enterrarse con cada nueva crisis, Cromáñon quedó flotando entre dos mundos: demasiado reciente para ser historia, demasiado lejano para ser urgencia.
Lo más paradójico es que, a pesar de todo, seguimos buscando la misma catarsis. Queremos perdernos en la música, olvidarnos de los límites, sentirnos parte de algo más grande. Pero ese impulso, que es profundamente humano, también nos lleva al borde. La diferencia es que ahora el borde está lleno de alertas, notificaciones y controles que no siempre garantizan nada. Quizás esa sea la verdadera herencia de la era hipermoderna: la ilusión de que lo tenemos todo bajo control, cuando en realidad estamos más frágiles que nunca.
En el fondo, Cromáñon no fue solo una tragedia argentina; fue un espejo brutal de cómo vivimos, cómo priorizamos la inmediatez sobre la profundidad, y cómo transformamos hasta el dolor en algo desechable. La pregunta no es si podemos evitar otro Cromáñon; la pregunta es si estamos dispuestos a cambiar lo suficiente como para que nunca vuelva a pasar. Porque mientras sigamos moviéndonos al ritmo frenético de este sistema, siempre habrá otra llama dispuesta a encenderse.