Una familia frente al televisor se debate entre risas y silencios incómodos al ver el reestreno de Poné a Francella. Detrás del sketch La nena, no solo hay nostalgia, sino una cultura que normaliza la violencia simbólica en nombre del humor. En un país atrapado entre el avance y el retroceso, este regreso en horario central pone en juego quiénes somos y qué valores seguimos reproduciendo.
Por: Mariano Quiroga
El sábado a la noche, mientras miles de televisores argentinos sintonizaban Poné a Francella, algo más que un programa humorístico volvía a la pantalla. El sketch La nena no es solo un fragmento de comedia: es un espejo que refleja las tensiones de una época en la que lo viejo se recicla como nuevo, lo incómodo se disfraza de inocencia y las lógicas del mercado digital encuentran nuevas formas de explotar lo ya conocido.
En un living cualquiera, una familia mira el programa. El padre se ríe. La madre comenta que “antes no se hacía tanto lío”. La hija, de catorce años, observa en silencio. Quizás no entienda del todo el chiste, pero algo en la risa de su padre y en el gesto de Francella mirando a cámara, señalando su entrepierna, la hace sentir fuera de lugar. La incomodidad, sin embargo, no interrumpe la escena. En un mundo donde todo puede ser contenido, el pasado se empaqueta, se vende y se consume sin cuestionamientos.
La nostalgia como mercancía
El regreso de Poné a Francella no es un capricho aislado. Es una decisión calculada, un intento de capturar audiencias apelando a la nostalgia. Esa misma nostalgia que convierte en entrañable lo que alguna vez fue problemático. En un ecosistema mediático dominado por el capitalismo de plataformas, los contenidos no se producen únicamente para entretener, sino para maximizar su capacidad de generar interacciones: vistas, comentarios, likes, compartidos.
El sketch, que en su momento generaba risas, ahora se resignifica en un contexto donde las sensibilidades han cambiado. Pero en lugar de reflexionar sobre esas transformaciones, el programa insiste en presentarse como una cápsula del tiempo, un refugio para quienes prefieren no mirar hacia adelante. Las plataformas digitales amplifican este efecto: los fragmentos del programa se viralizan en redes sociales, se discuten en hilos de Twitter, se convierten en memes. Todo eso alimenta el ciclo de atención, transformando una controversia ética en un fenómeno de consumo rentable.
Violencia simbólica en horario central
El contexto no es menor. El regreso de Poné a Francella coincide con la eliminación de materiales de Educación Sexual Integral (ESI) en las escuelas. Mientras se celebra la risa fácil de un sketch que perpetúa estereotipos, se censuran herramientas diseñadas para que niñas y niños puedan identificar y denunciar situaciones de abuso.
El mensaje es claro: no importa que haya pruebas de que la ESI salva vidas, que permita a las infancias entender sus derechos y protegerse. Lo que prevalece es la narrativa de quienes ven en estas herramientas una amenaza a un orden que prefieren mantener intacto. En ese orden, los adultos tienen el poder, y las infancias, como en La nena, son personajes secundarios en historias que no les pertenecen.
Plataformas y complicidad
El capitalismo de plataformas no es solo un sistema económico: es una forma de organizar la experiencia cotidiana. Cada contenido que se consume, incluso el más cuestionable, genera datos. Esos datos son procesados, analizados y utilizados para predecir comportamientos, alimentar algoritmos y, en última instancia, generar ganancias.
El regreso de Poné a Francella no fue solo una decisión televisiva. Fue también una estrategia digital. Los videos del programa, subidos a YouTube, generan ingresos por publicidad. Los fragmentos en TikTok, donde los usuarios replican los gestos de Francella como un desafío viral, multiplican el alcance del contenido. Incluso las críticas, los debates y las denuncias en redes sociales forman parte del mismo circuito: cada interacción refuerza el valor del producto.
En este ecosistema, el contenido no necesita ser ético ni educativo. Solo necesita ser rentable. Y lo rentable, en muchos casos, es lo polémico, lo que genera reacción. La nostalgia, en este sentido, no es más que una estrategia de marketing.
La paradoja del progreso
Vivimos en una época de contradicciones. Por un lado, avanzamos en derechos y en la visibilización de problemáticas que antes eran tabú. Por otro, consumimos contenidos que refuerzan las mismas estructuras que decimos querer cambiar. Poné a Francella no es solo un programa viejo: es un recordatorio de que los avances no son lineales, de que el progreso siempre está en disputa.
En redes sociales, las opiniones se dividen. Algunos defienden el programa como parte del “humor nacional”. Otros lo critican como un ejemplo de cómo la cultura popular perpetúa desigualdades. Pero más allá de las opiniones, lo que queda es el hecho de que un sketch que normaliza el deseo de un hombre adulto hacia una adolescente vuelve a ser emitido en horario central, sin que eso genere más que un murmullo.
La risa como herramienta de poder
El gesto de Francella mirando a cámara, buscando la complicidad del espectador, no es solo un recurso humorístico. Es un acto que reafirma el poder del personaje –y, por extensión, del actor– sobre su entorno. En el universo de La nena, las mujeres –la esposa, la hija, la amiga de la hija– son piezas en un juego que Don Arturo controla.
La risa que genera ese gesto no es inocente. Es una risa que legitima, que minimiza, que convierte lo cuestionable en aceptable. Y en un país donde los derechos de mujeres y niñas están bajo ataque, esa risa es un recordatorio de que el humor también puede ser una herramienta para perpetuar desigualdades.
Un sistema que capitaliza el escándalo
El regreso de Poné a Francella no es solo una decisión de programación: es un síntoma de un momento histórico en el que los avances en derechos están constantemente en riesgo. Cada risa, cada sketch, cada gesto de complicidad refuerza una narrativa que minimiza la violencia simbólica y perpetúa las desigualdades.
Pero también es un ejemplo de cómo opera el sistema mediático en la era de las plataformas. La controversia, lejos de ser un obstáculo, se convierte en una oportunidad de negocio. Mientras se discute el programa en redes, las plataformas recogen datos, venden publicidad y refuerzan algoritmos. Cada interacción, cada click, cada comentario alimenta el sistema.
En el living, la hija se levanta y se va. No entiende por qué sus padres se ríen. Ellos, en silencio, se miran. Tal vez, por un segundo, también se sientan incómodos. Pero el programa sigue, y con él, la risa. Porque es más fácil reírse que enfrentarse a lo que esa risa significa.