Lejos de la narrativa ideológica fatalista que intentan imponer algunos megamillonarios, el flamante juguete del Capital no vino a reemplazar nuestro trabajo, vino a degradarlo.
Por: Enfoque Sindical
«El capital es trabajo muerto que, al modo de los vampiros, vive solamente chupando trabajo vivo, y vive más cuando más trabajo chupa»
Karl Marx, El Capital
La Inteligencia Artificial (IA) no es una tecnología específica. No es la rueda o el arado. No es un brazo mecánico ni un microchip. Como la define la investigadora de Oxford, Margaret Boden, es la práctica de hacer que “las computadoras hagan el tipo de cosas que hacen las mentes”. En otras palabras: el deseo de construir una máquina que actúe como si fuera inteligente.
Esto supone una visión muy amplia, en constante desarrollo y, por lo tanto, siempre en potencial. Por eso, cuando leemos o escuchamos sentencias sobre las cosas que eventualmente podrá realizar la IA, en realidad lo que estamos recibiendo es una narrativa particular e interesada sobre el desarrollo tecnológico.
Elon Musk aseguró que en el futuro “casi ninguno de nosotros tendrá trabajo”. Poco importa si esto es verdad (spoiler: no lo es), su objetivo es instalar una perspectiva presuntamente inevitable, frente a la que no hay nada que hacer y que, casualmente, reditúa en un incremento de sus ganancias.
Lejos de ser una novedad, se trata de una práctica histórica de las clases dominantes bajo el capitalismo. En palabras del investigador de la Universidad de Groningen y activista sindical Jason Resnikoff, desde la Revolución Industrial “los empleadores han desplegado la tecnología (incluso la mera idea de tecnología) para convertir empleos relativamente buenos en malos, dividiendo el trabajo artesanal en mano de obra semicalificada y oscureciendo el trabajo de los seres humanos detrás de un aparato tecnológico que se puede conseguir más barato”.
Sin embargo, esta degradación -con su consecuente pérdida de derechos laborales- no es una cualidad de la tecnología en sí, sino producto de la relación entre capital y trabajo.
Ocultando la humanidad
Cuando Chat GPT se lanzó al mercado masivamente, los portales de noticias se plagaron de artículos elogiosos de la nueva herramienta. Sorprendía su capacidad para responder preguntas, hacer resúmenes de libros enteros o arrojar ideas para un texto en cuestión de segundos.
Lo que pocos contaron entonces fue el enorme trabajo humano que había demandado su creación y mantenimiento. Trabajo tercerizado y precarizado en países del sur global.
Esta situación logró cierta visibilidad a partir del reclamo de los trabajadores de SAMA, una empresa estadounidense radicada en Kenia que contrataba empleados de distintos países africanos para hacer tareas de moderación de contenidos. Grandes multinacionales tecnológicas como Meta, Google y Open AI adquirían los servicios de esta compañía para que realizara la fundamental tarea de entrenamiento de los algoritmos.
Con salarios que no superaban los 2 dólares la hora, cientos de personas pasaban jornadas extenuantes sometidos a contenido violento y perturbador, sin ningún tipo de derecho al descanso o asistencia psicológica. Es que como reseñó un artículo de la revista Time, “el predecesor de Chat GPT, GPT-3, ya había demostrado una capacidad impresionante para unir oraciones. Pero fue difícil de vender, ya que la aplicación también era propensa a soltar comentarios violentos, sexistas y racistas”.
Para evitar que la nueva herramienta respondiera como un terraplanista conspiranoico de extrema derecha, fue imprescindible que trabajadores de SAMA y otras empresas tercerizadas “educaran” el algoritmo.
Esto se replicó y se replica en otras herramientas similares de la llamada IA Generativa. No obstante, el proceso se ha ido refinando. Milagros Miceli, socióloga y doctora en Ciencias de la Computación, explicó que cuando comenzó a investigar sobre el tema en 2018, “la moda era el etiquetado de fotografías. Lo importante era tener cantidad, no calidad”. Pero eso se ha ido transformando, demandando mayor dedicación y conocimiento de los trabajadores.
La especialista sostuvo en una entrevista con el diario El País que, en la actualidad, la idea de que se pueden hacer este tipo de tareas como “microtrabajos” que complementan un trabajo principal, es un mito. “Apenas hay trabajadores de datos ocasionales, y eso tiene que ver con la complejidad y alta profesionalización requeridas” ya que “cuanto más sofisticados se vuelven los modelos de IA, más cualificados tienen que ser”.
En los últimos años se ha apuntado a producir datos desde cero para aplicaciones específicas. Por ejemplo, las empresas contratan artistas a quienes les dan una serie de instrucciones básicas (los llamados prompts) y con eso deben crear imágenes. Eso luego se traslada al algoritmo para ir perfeccionándolo. Lo mismo sucede con periodistas o escritores a quienes se les hace redactar textos de distinto tipo para que la máquina extraiga patrones.
Y no se trata de tareas que se realizan por única vez, si no que requieren de constante actualización y perfeccionamiento que depende siempre de las personas. “Entrenar una IA con datos generados por una IA produce un bucle, termina repitiendo lo mismo, es como un juego de espejos infinito”, apuntó Miceli y analizó que “este sistema está diseñado para tener una disponibilidad de trabajadores las 24 horas del día, los siete días de la semana, y pagándoles el mínimo indispensable”.
Esto quedó en evidencia con casos mucho más burdos como fue el de las tiendas de Amazon “Just walk out”. Las personas podían entrar, elegir los productos e irse sin tener que hacer fila para pagar. Supuestamente, una IA detectaba lo que cada persona retiraba del local, luego les emitía una factura y les cobraba. Pero durante 2024 se reveló que el sistema fallaba tanto que la mayor parte de ese trabajo lo hacía una oficina deslocalizada en India en la que mil trabajadores miraban cámaras y registraban que compraba cada cliente.
Dos años antes un caso similar se descubrió en Francia. Supermercados como Carrefour, Monoprix y Super U, hacían alarde de tener un sistema de vigilancia por IA que podía detectar ladrones. En realidad esta tarea la hacían trabajadores en Madagascar que observaban imágenes de seguridad y ganaban entre 90 y 100 euros al mes.
Esta realidad material es incompatible con la ideología que presenta a la IA como una tecnología superior, que todo lo puede y a la que todos debemos temer (excepto los megamillonarios que la financian y explotan). Si comprendemos que es producto del trabajo humano de millones de personas, deja de convertirse en una fatalidad y pasa a ser una herramienta que podemos controlar y orientar.
El gerente artificial
Por mucho que nos pueda asombrar la velocidad de Chat GPT o la fidelidad de Grok para crear imágenes de personajes famosos, la aplicación de la llamada IA en el mundo del trabajo viene desarrollándose en un sentido diferente.
La gestión algorítmica en las empresas se ha ido instalando cada vez con más fuerza. Desde la producción de datos para saber qué tipo de tareas y materia prima se requiere; pasando por la administración del proceso productivo, sus dinámicas y sus tiempos; hasta la toma de decisiones posteriores, la contratación o reubicación del personal, entre otras.
Los empleadores han desplegado el uso de algoritmos para ejercer un inmenso control sobre el proceso laboral, utilizando sistemas digitales para diseccionar puestos de trabajo y vigilar la rapidez con la que los trabajadores completan tareas, como ocurre en los almacenes de Amazon. Otro ejemplo de este modelo son las plataformas de servicios como Uber, Rappi o Glovo. La IA es utilizada para vigilar a los humanos que llevan adelante las tareas fundamentales del trabajo.
De esta forma, asegura Resnikoff, “las plataformas digitales han permitido a los empleadores extender la lógica fabril prácticamente a cualquier lugar”. Y sostiene que este es el aspecto más “revolucionario” de la IA: “La difusión masiva de la vigilancia”. Antes que buenos empleados, estas tecnologías “son jefes muy eficaces, que rastrean, cuantifican y obligan a los empleados a trabajar de acuerdo con los diseños de sus empleadores”.
En la misma línea, el abogado laboralista Juan Manuel Ottaviano, escribió hace unos años sobre lo novedoso de este mecanismo de control: “La capacidad de vigilancia y dirección de la inteligencia artificial traspasa los límites de la privacidad, puede incurrir en discriminaciones aberrantes, no reconoce la apelación humana, afecta la salud, corroe la libertad de asociación sindical y desplaza las garantías de protección social”.
En 2024 el Sindicato Europeo de Trabajadores de Servicios y la Fundación Friedrich Ebert elaboraron un informe titulado “IA y gestión algorítmica en los sectores de servicios europeos”. El documento remarcó que el principal problema de la introducción de la gestión algorítmica en el espacio laboral no es la destrucción de empleos, si no que “amenaza con vigilar ilegítimamente a los trabajadores y sus datos personales”, al tiempo que crea “una división en el acceso al conocimiento entre gerentes y trabajadores”. Asimismo, acelera el trabajo “hasta el punto de ruptura” y aplica decisiones operativas que incluyen “la medición de la productividad, la remuneración e incluso la contratación y el despido sin suficiente supervisión humana”.
El control del algoritmo
De acuerdo con Ottaviano, estas tecnologías son “la caja negra de la organización del trabajo en el siglo XXI”. El problema es que las empresas se rehúsan a abrirlas, transparentando los algoritmos que utilizan. Al ser creados, entrenados y mantenidos por personas, no están libres de sesgos y discriminaciones. Pero además, no dejan de estar bajo el control patronal cuyo objetivo principal no es mejorar las condiciones laborales, sino incrementar sus ganancias.
Tan temprano como en 2018, Amazon se vio obligado a modificar su sistema de selección de personal luego de que una investigación periodística de la agencia Reuters probara que el algoritmo tenía preferencia por la elección de varones y restaba puntos a los perfiles de mujeres. Más acá en el tiempo, a fines de 2024, la justicia italiana sancionó a la empresa Glovo luego de que se descubriera que monitoreaba los movimientos de sus trabajadores, incluso cuando no estaban en horario laboral o tenían la aplicación inactiva.
Es por eso que una de las principales disputas, que ya han encarado algunos Estados, con las grandes empresas tecnológicas está relacionada con la exigencia de que hagan públicos los mecanismos y criterios automatizados de sus plataformas digitales. Así como también que se adapten a las legislaciones locales, sus garantías y prohibiciones.
El caso más relevante en este sentido es el de la Unión Europea que aprobó en 2024 una ley de regulación de la llamada IA. Si bien se trata de una iniciativa pionera que plantea una serie de puntos interesantes y clasifica los distintos tipos de gestión algorítmica según su riesgo, no aborda directamente sus implicancias en el mundo del trabajo.
Por caso, la llamada “Ley Rider” española, sancionada en 2021, es mucho más interesante. Esta no sólo exige a las plataformas de reparto a domicilio que reconozcan a sus empleados como tales -y no como “socios”-, sino que también plantea la obligación de las empresas de informar cómo los algoritmos impactan en las condiciones de trabajo.
Aumentar la productividad, la precarización y ¿el empleo?
Resnikoff, autor del libro Labor’s End: How the Promise of Automation Degraded Work (2022), recuerda que en la segunda mitad del siglo XX “los empleadores introdujeron la computadora digital electrónica con el objetivo de reducir los costos de nómina administrativa”. Así, reemplazaron a las secretarias por “un gran número de mujeres mal pagadas que operaban máquinas que producían tarjetas perforadas para introducirlas en grandes computadoras de procesamiento por lotes”.
Contrario a lo que se puede pensar “el resultado fue más, no menos trabajadores administrativos, pero los nuevos empleos eran peores que los que existían antes. Los trabajos eran más monótonos y el trabajo se aceleraba”.
Un par de décadas después, las grandes empresas le pusieron una computadora personal en la oficina a los mandos medios y gerenciales y los “convencieron” para que escribieran informes, archivaran documentación y enviaran mails. Eso era impensado años antes (Don Draper nunca escribió un memo).
En la actualidad el escenario no es muy diferente. Los chatbots no son capaces de reemplazar a un redactor: sea este periodista, guionista de Hollywood o realice cualquier otra tarea de escritura creativa. Sin ir más lejos, en 2023 Google le ofreció al New York Times, el Washington Post y News Corp un redactor de textos automático llamado Génesis. En ese momento Jenn Crider, portavoz de Google, aseguró que “estas herramientas no pretenden ni pueden reemplazar el papel esencial que tienen los periodistas a la hora de informar, crear y verificar sus artículos”. Su objetivo es, siempre según la empresa que lo diseñó, “ayudarlos” en su trabajo.
Siguiendo este razonamiento, la tendencia apunta a la implementación de sistemas de aprendizaje automático para dividir ese trabajo en una serie de tareas menores, degradando y diseccionando el puesto de “redactor” o “guionista” en empleos más pequeños y peor pagos.
Contra la utopía tecnológica patronal
La IA no es una tecnología específica, es un concepto vago que agrupa bajo su paraguas múltiples formas de automatización digital y gestión algorítmica. Es precisamente esa indefinición lo que le permite erigirse como la nueva estrella del discurso del progreso con toda su carga ideológica al servicio del capital.
Muchos sectores de la clase trabajadora y sus organizaciones gremiales temen cuestionar esta narrativa y quedar como quienes se oponen al desarrollo. Como agentes retardatarios de un futuro supuestamente inevitable. En definitiva, de rechazar el desarrollo de la “civilización”.
Se trata de una posición equivocada, que resulta muy beneficiosa para las patronales que ganan tiempo para avanzar sobre conquistas y derechos laborales.
Por supuesto la respuesta no es oponerse de plano a la aplicación de distintos tipos de automatización en el proceso laboral. Si no a cuestionar las afirmaciones fatalistas que sectores empresariales realizan sobre la tecnología y rechazar su imposición de manera unilateral y autoritaria. Descartar los “grandes relatos” del progreso tecnológico para analizar las aplicaciones específicas de la gestión algorítmica en el proceso laboral e imponer un control democrático que permita, cuando sea necesario, decir que no.
Apuntar a un modelo en el que la tecnología sea subsidiaria de las personas y no al revés. Que una gestión automatizada del trabajo alivie las tareas y no que las intensifique; que reduzca la jornada laboral y nos permita ganar tiempo de ocio y esparcimiento; que el incremento de la productividad -y las ganancias empresariales- no esté asociado a una mayor precarización, si no que vaya ligado a mayores protecciones sociales y empleos de mejor calidad.