Tuesday, April 1

La Nueva Era del Monopolio Digital

Por: Mariano Quiroga

La promesa del libre mercado se basa en la competencia, en la idea de que múltiples jugadores luchan por atraer clientes con mejores precios y servicios. Sin embargo, en la era digital, esta competencia se ha vuelto una ilusión, un decorado que oculta una realidad donde unos pocos actores concentran todo el poder y establecen las reglas del juego. La reciente compra de Telefónica por Telecom en Argentina no es solo una transacción comercial, sino el reflejo de una dinámica más profunda, en la que el control de la infraestructura digital define quién puede acceder, quién puede participar y, sobre todo, quién puede extraer rentas de un recurso esencial para la vida moderna: la conectividad.

Cuando una empresa controla la red por la que transita la información, su poder no se limita a lo económico. Define qué servicios llegan a los usuarios, a qué velocidad, en qué condiciones y bajo qué costos. Lo que debería ser un mercado con múltiples opciones termina reduciéndose a una sola puerta de entrada, en la que los usuarios no tienen más alternativa que aceptar las condiciones impuestas. Así, la competencia se convierte en un espejismo: aunque en la superficie parezca que existen distintas opciones, en la práctica todas dependen de la misma estructura, con un único actor estableciendo tarifas, limitaciones y accesos diferenciados.

El fenómeno no es exclusivo de Argentina. En distintos lugares del mundo, los proveedores de infraestructura han ido absorbiendo a sus rivales hasta conformar conglomerados que actúan como auténticos administradores del espacio digital. Lo irónico es que, en muchos casos, estos mismos actores se presentan como defensores del libre mercado y la desregulación, argumentando que el crecimiento de su negocio beneficia a los consumidores. Sin embargo, lo que realmente ocurre es la consolidación de un modelo en el que el acceso a la conectividad deja de ser un derecho y se convierte en una mercancía que se distribuye en función de la rentabilidad.

El caso de la fusión entre Telecom y Telefónica plantea una contradicción evidente: el Estado, que había promovido la desregulación bajo la promesa de mayor competencia, se encuentra ahora ante un actor que ha crecido tanto que amenaza con volverse incontrolable. La reacción oficial, lejos de ser una intervención para garantizar el acceso equitativo, parece una negociación con la nueva autoridad de facto. Ya no se trata de regular el mercado, sino de redefinir el rol del propio Estado frente a un actor privado que ya no necesita su aprobación para avanzar.

Este tipo de concentración tiene consecuencias que van más allá del encarecimiento del servicio o la reducción de opciones para los consumidores. Cuando una sola empresa domina la infraestructura, también controla el flujo de información. Esto le permite establecer acuerdos con plataformas digitales, priorizar ciertos contenidos, ralentizar otros y condicionar el desarrollo de servicios que puedan representar una amenaza a su modelo de negocio. Lo que debería ser un espacio abierto para la innovación se transforma en un entorno controlado, donde solo prosperan aquellos que logran integrarse en el esquema de rentabilidad del monopolio.

La situación es especialmente alarmante para los actores más pequeños, desde los proveedores de internet locales hasta las startups que dependen de la conectividad para ofrecer sus servicios. Con cada nueva fusión, el espacio para la diversidad se reduce, y los costos de ingreso al mercado se vuelven prohibitivos. No se trata solo de que haya menos empresas ofreciendo internet, sino de que cualquier nueva iniciativa digital nace en desventaja, obligada a negociar con una infraestructura que no tiene incentivos para permitir su crecimiento.

En este contexto, el discurso de la modernización y la digitalización de la economía se revela como una paradoja. Mientras se insiste en la necesidad de integrar nuevas tecnologías, automatizar procesos y generar oportunidades a través del mundo digital, se consolidan estructuras que restringen el acceso a esos mismos recursos. La digitalización se presenta como la clave para el progreso, pero en la práctica se convierte en un mecanismo de exclusión para quienes no pueden pagar el precio de entrada.

Además, este modelo de concentración no solo afecta a los consumidores y a las empresas más pequeñas, sino que redefine la relación entre el poder económico y el poder político. Cuando una empresa controla un recurso estratégico como la conectividad, su capacidad de influencia sobre las decisiones gubernamentales se multiplica. La dependencia del Estado frente a estos actores privados se traduce en regulaciones a medida, beneficios fiscales y una creciente dificultad para imponer reglas que limiten su poder. El resultado es una estructura en la que las grandes empresas ya no compiten entre sí, sino que acuerdan repartirse el mercado, asegurándose de que ninguna nueva iniciativa pueda amenazar su dominio.

El caso de Telecom y Telefónica es un síntoma de una tendencia global: el paso de un modelo en el que el mercado digital era un espacio de oportunidad y competencia a otro en el que el acceso está condicionado por una lógica de concentración extrema. Lo que antes se vendía como la era de la innovación y el dinamismo se ha convertido en un sistema rígido, donde unos pocos jugadores acumulan el control de la infraestructura y extraen rentas de todos aquellos que dependen de ella.

Lo que está en juego no es solo el precio de la conexión a internet o la variedad de opciones disponibles para los consumidores. La concentración de la infraestructura digital define el grado de libertad que tienen los ciudadanos en el espacio digital, la posibilidad de desarrollar nuevas iniciativas y la capacidad del propio Estado para ejercer soberanía sobre un recurso esencial. En la medida en que estos procesos continúan avanzando, la pregunta clave deja de ser quién ofrece el mejor servicio, para convertirse en una cuestión mucho más profunda: ¿quién controla las reglas del mundo digital y con qué propósito?

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