Tuesday, April 1

Javier Milei inició sesión: Entre el informe y la pantalla

Por: Mariano Quiroga


Javier Milei, avanza en su vehículo blindado rodeado de guardaespaldas. Policías, vallas, efectivos a caballo y motociclistas crean un corredor de seguridad que lo separa de las calles de Buenos Aires. En la transmisión oficial, un locutor habla de “fanfarria”, pero lo que suena son cacerolazos. No hay multitudes aclamándolo. Solo ruido de protesta. No hay pueblo en la imagen del poder. Solo un hombre blindado, contenido por un ejército de seguridad

El Congreso es un búnker. Periodistas desplazados, opositores amenazados, un legislador agredido por mencionar lo que no debe decirse: la estafa de las criptomonedas, la venta del acceso al poder. Pero en el recinto, en las bancas, en los palcos, hay aplausos. No de ciudadanos espontáneos, sino de operadores digitales, de las nuevas patrullas del orden discursivo. No están ahí por ideología, están por dinero. Son los soldados de una guerra que no se libra en la calle, sino en redes sociales, en canales de streaming, en grupos de WhatsApp diseñados para viralizar una única verdad.

Milei habla. Dice que la economía crece mientras la inflación devora los salarios. Dice que la pobreza cae mientras los comedores populares cierran por falta de alimentos. Dice que ha eliminado la “pauta oficial” mientras financia con dinero del Estado a los ejércitos digitales que atacan periodistas, economistas y opositores. No es un discurso, es una performance. La realidad importa menos que su versión narrada. La verdad ya no es lo que ocurre, sino lo que se repite en los algoritmos.

El show se transmite en cadena nacional, pero pocos miran. La televisión ya no domina la escena. El poder ha migrado a las plataformas digitales, donde los mensajes se diseñan para audiencias segmentadas, para reforzar creencias, no para debatirlas. No importa la audiencia en vivo, importa la reproducción del mensaje en cápsulas editadas, en virales que recorren los teléfonos con la velocidad de un impulso nervioso.

El mundo que describe Milei no es el que vive la mayoría. Su economía no es la del trabajador que ya no llega a fin de mes, sino la de los especuladores que juegan con bonos y criptomonedas. Su política no es la de la representación democrática, sino la de los acuerdos privados entre lobbies empresariales, bancos y tecnócratas. Es el orden de una nueva aristocracia, donde el poder ya no se ejerce desde el Estado, sino desde las plataformas, desde los mercados financieros, desde las corporaciones tecnológicas.

La política se ha convertido en un mercado de influencers. Ya no se construye con militantes, con sindicatos, con organizaciones populares, sino con likes, retuits, visualizaciones. La legitimidad no viene de las urnas, sino del engagement. Un presidente puede ser repudiado en las calles, pero seguir gobernando si conserva el control del relato digital.

La maquinaria de comunicación funciona con precisión quirúrgica. No se trata de convencer con argumentos, sino de moldear percepciones con emociones. Indignación, miedo, burla. Las redes premian los discursos que polarizan, los que no dejan espacio para la duda. Cada intervención pública de Milei no está diseñada para explicar una política, sino para generar clips virales que alimenten su relato. Frases cortas, agresivas, fácilmente convertibles en memes o en tendencias en X. En este mundo, la lógica del espectáculo ha reemplazado la política tradicional: lo que importa no es gobernar, sino captar la atención.

En este modelo, la verdad ya no se disputa en el espacio público, sino en la arquitectura invisible de los algoritmos. Se eliminan voces críticas no con censura explícita, sino con reglas opacas de moderación, con estrategias de desmonetización, con ataques coordinados que convierten a cualquier disidente en un paria digital. El poder no necesita reprimir con balas si puede hacerlo con silenciamiento, con asfixia económica, con marginación informativa.

El nuevo orden ya no necesita del Estado para gobernar. Las decisiones económicas no se toman en ministerios, sino en mesas de negociación de fondos de inversión. El dinero circula en plataformas financieras descentralizadas, eludiendo impuestos, regulaciones y cualquier mecanismo de redistribución. La democracia sobrevive como un cascarón vacío, mientras las estructuras de poder real operan en espacios donde no hay votos, solo transacciones.

Mientras tanto, la vida cotidiana de millones de personas se precariza. El trabajo estable desaparece, reemplazado por empleos temporales, tercerizados, atados a aplicaciones que fijan tarifas con inteligencia artificial. La jubilación ya no es un derecho garantizado, sino una meta inalcanzable. El acceso a la salud y la educación se convierte en un servicio premium, no en un derecho básico. Todo se privatiza, todo se mercantiliza, todo se transforma en un producto de oferta y demanda.

Milei no es un accidente, es el producto de este sistema. Un presidente influenciador, construido por la lógica de las redes, por el espectáculo, por la radicalización que garantiza interacciones. No gobierna con instituciones, sino con escándalos, con crisis permanentes, con enemigos inventados cada semana para mantener la atención. En este mundo, lo importante no es gestionar, sino mantener el tráfico, la conversación, la polarización que sostiene el negocio de la política como entretenimiento.

El problema no es solo Milei. Es el modelo en el que opera. Un mundo donde la economía ya no crece con producción, sino con especulación. Donde las plataformas no organizan la información, sino que la moldean para maximizar su rentabilidad. Donde el poder ya no es el del Estado, sino el de los nuevos señores feudales del capital digital.

En este orden, el ciudadano se transforma en usuario. No elige, sino que consume. No debate, sino que reacciona. No organiza, sino que se adapta a las tendencias. La democracia sobrevive como un ritual vacío, mientras las decisiones reales se toman en espacios donde no hay votos, solo transacciones.

Cuando Milei finaliza su discurso, los aplausos en el recinto son automáticos. Afuera, los cacerolazos siguen. Pero en el universo digital que importa, el mensaje ya ha sido empaquetado, distribuido, convertido en verdad para aquellos que solo consumen lo que confirma sus creencias.

No es política. Es un producto. Es un simulacro. Es el presente y el futuro de un mundo donde la realidad ya no es lo que pasa, sino lo que se dice.

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