Tuesday, April 1

Jubilados y Barras: La rebelión de los excluidos en la era del descarte

Por: Mariano Quiroga

La movilización del 12 de marzo de 2025 frente al Congreso Nacional es un síntoma de algo más grande que una protesta aislada. En la superficie, se trata de una manifestación contra el brutal ajuste sobre los jubilados y la violencia estatal que los reprime. Pero en el fondo, lo que se expresa en las calles es la crisis de un sistema que, en su fase más avanzada, convierte a las personas en datos, a los trabajadores en prescindibles y a los ancianos en descartables. La hipermodernidad no es solo velocidad, fragmentación y ansiedad; es también la consolidación de un poder que no necesita tanques en las calles porque ya administra la vida cotidiana desde pantallas y bases de datos. Lo que ocurre en Argentina es el reflejo más crudo de esta transformación: un gobierno que actúa como gerente de una estructura que ha desplazado el poder del Estado a las corporaciones digitales y financieras, y una sociedad que resiste sin estructuras fijas, sin líderes claros, pero con la furia de quienes han sido desplazados del juego.

Los jubilados son el eslabón más débil en esta ecuación. Su presencia en la protesta no es solo un reclamo por la pérdida del poder adquisitivo, sino una muestra de su expulsión del sistema productivo y simbólico. En una sociedad donde el valor de un individuo se mide por su capacidad de generar datos, consumo o productividad, los jubilados quedan fuera de todo. Su trabajo ya fue extraído, su esfuerzo ya fue monetizado, y ahora lo que les queda es la marginación. La eliminación de beneficios sociales y el ajuste feroz no son errores de cálculo, sino la aplicación sistemática de una lógica que no tiene interés en sostener a quienes ya no son rentables. La represión contra ellos es, en última instancia, la violencia del mercado materializada en la calle.

Pero lo que rompe el molde en esta protesta es la irrupción de los hinchas de fútbol. Un actor inesperado, desacoplado de las tradicionales estructuras de lucha, pero con una lógica propia de organización que el poder no logra descifrar del todo. En el relato oficial, los barras son una amenaza, el enemigo interno perfecto: violentos, irracionales, manipulables. Sin embargo, su aparición en esta movilización revela algo distinto. Ellos, también, son un producto de la mutación del poder en la era digital y financiera. Ya no existe el viejo esquema de las barras como meros grupos de choque funcionales a los clubes y la política. Hoy, en un país donde la economía informal es la regla y el Estado abandona sus funciones básicas, los barras han mutado en redes de supervivencia, en estructuras de solidaridad precarias pero eficaces, en sistemas de lealtades que resisten en los márgenes de la exclusión. En una sociedad cada vez más atomizada, donde la pertenencia es un bien escaso, la tribu futbolera se convierte en refugio.

No es casualidad que estos dos grupos –jubilados y barras– se encuentren en la calle. Ambos han sido descartados por el sistema. Ambos son cuerpos excedentes, sobrantes de una maquinaria que ya no los necesita. Los primeros porque ya cumplieron su función productiva y los segundos porque encarnan un tipo de organización que escapa a la lógica disciplinada del nuevo orden. El gobierno responde con represión, pero también con una guerra simbólica. En las redes sociales, los medios afines al oficialismo instalan la idea de que la protesta está infiltrada, que hay grupos violentos, que los jubilados son manipulados. Se trata de un intento de deslegitimación que no necesita pruebas: basta con sembrar la duda, con instalar el relato de que toda disidencia es sospechosa, caótica, irracional.

Lo que estamos viendo en Argentina no es un enfrentamiento tradicional entre pueblo y gobierno, entre trabajadores y empresarios, entre Estado y mercado. Es un síntoma de algo más profundo: el choque entre una sociedad que todavía cree en la política y un sistema que la ha vaciado de significado. En la era de las plataformas, el poder ya no se ejerce desde un único centro. No es Milei el problema en sí mismo, sino lo que representa: la transición hacia un modelo donde el Estado ya no media, donde los conflictos no se resuelven en parlamentos o sindicatos, sino en los flujos invisibles del capital financiero y los datos. Milei no gobierna: ejecuta una agenda diseñada por estructuras que están más allá de cualquier frontera nacional.

Las plataformas digitales son el nuevo espacio de disputa. No solo porque la protesta se organiza a través de ellas, sino porque son el verdadero campo de batalla del siglo XXI. Allí se decide qué existe y qué no, qué es visible y qué queda relegado al olvido. Allí se construyen los relatos que moldean la percepción de la realidad. Mientras las calles se llenan de cuerpos reales, el gobierno despliega su fuerza en el terreno de los algoritmos: censura, manipulación de tendencias, difusión de noticias falsas. Es la nueva forma de represión, menos costosa y más efectiva que la brutalidad policial. Pero, al mismo tiempo, es también el talón de Aquiles del sistema. Porque la lógica de las redes es incontrolable. Porque la indignación se propaga con la misma velocidad con la que se intentan imponer narrativas oficiales.

La protesta es la prueba de que la resistencia ya no sigue los patrones tradicionales. No hay un sindicato detrás, no hay una estructura centralizada que la ordene. Es una movilización que surge de las redes de solidaridad más inesperadas, que se alimenta de la rabia acumulada y que encuentra en los espacios físicos un eco de las batallas que se dan en el plano digital. Los jubilados y los barras se han convertido en el síntoma más claro de un sistema que ha roto su contrato social, que ha dejado de prometer siquiera una mínima estabilidad a cambio de obediencia.

El gobierno, atrapado en una lógica obsoleta, responde con más ajuste, con más represión, con más discursos incendiarios. Pero no entiende que ya no tiene el control total de la situación. La sociedad no es la misma que hace veinte años. La rabia ya no es solo contra la política tradicional, sino contra todo un sistema que ha convertido la vida en una transacción, la identidad en un perfil de usuario, la militancia en un hashtag. La protesta del 12 de marzo es solo el comienzo de algo más grande. Un estallido que, tarde o temprano, encontrará su forma de reconfigurar el tablero. Porque el poder ya no está en la Casa Rosada ni en el Congreso. Está en el aire, en las conexiones invisibles, en la furia de quienes han sido descartados. Y esa furia no se disuelve con gases lacrimógenos ni con trolls en Twitter.

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