Tuesday, April 1

El control invisible: La lucha de los jubilados en un mundo digitalizado

Por: Mariano Quiroga

Es una tarde gris, una de esas que invita más a la resignación que a la reflexión. Los ruidos del tráfico se mezclan con el murmullo distante de las voces de los jubilados que comienzan a congregarse frente al Congreso. La manifestación parece ser una más en una serie interminable de luchas, que, como siempre, terminan silenciadas por la maquinaria de un Estado que, por más que se disfrace de democrático, no sabe relacionarse con el pueblo de otra manera que no sea con represión. Pero esta vez, el escenario tiene un matiz distinto, no por la convocatoria en sí, sino por el paisaje que acompaña la protesta.

Los primeros signos de tensión se hacen evidentes. En el aire flota esa sensación que parece prevalecer en cada protesta desde hace ya algún tiempo: el control. Un control que ya no se ejerce solo a través de las fuerzas de seguridad que se despliegan en las calles, sino por medio de dispositivos invisibles, que se camuflan bajo la apariencia de tecnología “para el bienestar”. Las señales de telefonía móvil, por ejemplo, son incapaces de llegar a las manos de los manifestantes, que se ven obligados a recurrir a métodos tradicionales de comunicación, más rudimentarios y menos efectivos.

“Es todo una movida de control. Nos tienen aislados de todo, incluso entre nosotros”, murmura uno de los presentes, mientras ajusta su celular en un intento inútil de establecer contacto con los demás. La incapacidad de conectarse en un momento tan crucial, cuando la solidaridad se necesita más que nunca, no es un accidente. Es el reflejo palpable de un sistema que usa las plataformas tecnológicas no para conectar, sino para dividir y manipular.

La marcha de los jubilados, que avanza lentamente por las avenidas, parece un microcosmos de la sociedad argentina. Una sociedad que se resiste a ceder ante las imposiciones de un poder que ha perdido todo tipo de vínculo real con las necesidades de la gente. En cada paso de los manifestantes se nota un desgaste profundo, no solo en sus cuerpos, sino también en sus esperanzas. Hay algo distinto en esta protesta; ya no se trata solo de pedir un ajuste menos, una mejora en sus condiciones de vida. Lo que se pide es una dignidad que se les ha escapado entre los dedos, como si nunca hubiera pertenecido realmente a ellos.

Pero más allá de lo que se muestra en las pancartas y en los gritos, hay un fenómeno más sutil en juego: la forma en que el poder ha logrado hacer del control su principal herramienta. No solo en el uso de las fuerzas de seguridad, sino también en el control de la información. Esa es la verdadera arma de la que se valen los gobernantes. En lugar de convocar a un diálogo, prefieren crear barreras, invisibles pero efectivas, que aíslan a los ciudadanos, dispersan las protestas y, a través de una manipulación informativa orquestada desde las redes, presentan a los protestantes como un estorbo.

El gobierno ha aprendido a utilizar las plataformas como un recurso más en su arsenal de control social. Y esto no es novedad. Los algoritmos que determinan qué se muestra y qué no en las redes sociales ya juegan un papel clave en la forma en que las narrativas se construyen y se difunden. En la manifestación, muchos se quejan de que el reclamo no se refleja en los medios o que se filtra una versión distorsionada de los hechos. Los jubilados sienten que sus voces están siendo silenciadas, no solo por los bloqueos de señal, sino también por los medios que prefieren tapar lo que sucede en las calles con un manto de indiferencia.

Al principio, la represión parece ser solo una forma de sofocar la protesta en un instante. Pero pronto se hace evidente que hay algo más profundo en juego. Cada vez más, los manifestantes no solo se enfrentan a la represión en sus cuerpos, sino también a una invisibilización tecnológica. La fragmentación de la información, la desaparición de los relatos en el espacio digital, forma parte de una maquinaria más compleja que opera sin descanso. En este contexto, las herramientas de control ya no son solo militares o policiales, sino también digitales. Las plataformas, lejos de ser un medio para facilitar la organización o el debate público, se han convertido en gigantes que favorecen a unos pocos y aíslan a los demás.

El efecto de esta fragmentación es claro: el gobierno, con sus recursos, controla los flujos de información. Las protestas quedan, en su mayoría, fuera del alcance del resto de la población. Para el poder, las plataformas se han convertido en un mecanismo para construir una realidad paralela. Es el uso del control social, pero no a través de los métodos tradicionales de represión directa, sino de una represión que se disfraza de normalidad, de progreso, de tecnología. Las grandes empresas tecnológicas, que actúan como intermediarias en estos procesos, no solo facilitan la circulación de información, sino que, en muchos casos, la direccionan.

Por otro lado, en la medida en que la protesta avanza, también lo hace la sensación de que todo está condicionado por algo que está fuera del alcance de los manifestantes: la voluntad de un poder que, a través del acceso a recursos tecnológicos, controla el pulso de la sociedad. Los jubilados saben que su lucha no solo se libra en las calles, sino también en los espacios invisibles donde la información se construye. Las decisiones que afectan a sus pensiones, a su calidad de vida, se toman en esas mismas plataformas que ahora les son inaccesibles, mientras que su existencia, tanto en la vida pública como en la digital, se desvanece bajo una capa de indiferencia.

El sistema ha alcanzado un punto en el que el poder se distribuye entre los que controlan la información y los que controlan las tecnologías. El gobierno, lejos de ser un intermediario, actúa como una pieza más en un engranaje global que obedece a una lógica impersonal, donde los intereses de las grandes plataformas, los bancos y las corporaciones tecnológicas marcan la pauta. En esta nueva configuración, la distancia entre los ciudadanos y los poderes se ha vuelto insalvable.

La marcha avanza en silencio, los manifestantes son conscientes de que sus esfuerzos por cambiar el rumbo de la historia podrían ser en vano. Pero algo más está ocurriendo: una conciencia colectiva, aunque tenue, comienza a nacer. Comprenden que su lucha no es solo por un futuro más justo, sino por recuperar lo que se les ha arrebatado en las sombras: el acceso a la comunicación, la posibilidad de un espacio digital que no esté controlado por los grandes intereses. Mientras tanto, el ruido de los inhibidores de señal sigue llenando el aire, como una advertencia de que el control, una vez más, ha triunfado sobre la libertad.

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