Tuesday, April 1

Vivir endeudados en tiempos de plataformas

Por: Mariano Quiroga

La deuda no se ve, pero se siente. No es un número abstracto en informes del FMI. Es la suba del colectivo, el medicamento que ahora es inaccesible, la jubilación que no cubre la comida del mes. Es la ansiedad de saber que cualquier imprevisto—una enfermedad, una rotura en la casa, un despido—puede significar el derrumbe total. Pero mientras el país ajusta, recorta y paga intereses impagables, hay una economía paralela que crece sin límites: la de las plataformas digitales.

Las empresas de tecnología no dependen de gobiernos ni de fronteras. No tienen que someterse a elecciones ni a organismos internacionales que les dicten reglas. No rinden cuentas ante nadie. Sus dueños concentran más riqueza que la mayoría de los países y sus plataformas se han convertido en infraestructuras invisibles que administran el tiempo, el dinero, el trabajo y la información de millones de personas.

El Estado endeudado recorta, cierra, privatiza. Las plataformas llenan el vacío con sus servicios, pero no lo hacen gratis. El costo no es solo económico: es el tiempo, la información, el control sobre la vida cotidiana.

El trabajo que ya no es trabajo

En la mañana, los repartidores revisan la aplicación: el número de pedidos cayó. No hay explicaciones. Quizás la app está probando un nuevo sistema, quizás hay demasiados repartidores conectados. Nadie sabe, porque nadie habla con una persona real. Solo hay un algoritmo decidiendo quién recibe más pedidos y quién no.

Los conductores de aplicaciones de transporte salen a manejar. Antes alcanzaban ocho horas para ganar un ingreso digno. Ahora hacen diez, doce. Si un cliente los califica mal, la aplicación puede suspenderlos sin aviso. Si necesitan un adelanto de dinero, la misma aplicación les ofrece un crédito con intereses altos. Trabajan para la plataforma y le deben dinero a la plataforma. Un sistema cerrado del que es imposible salir.

En el país, cada vez menos personas tienen empleos formales. En las fábricas, en los comercios, los despidos son constantes. Los gobiernos endeudados dicen que hay que “flexibilizar” el mercado laboral. Pero en las plataformas la flexibilidad ya existe: trabajar sin derechos, sin estabilidad, sin garantías. La diferencia es que ahora es visto como una “oportunidad”.

El discurso es claro: “Podés manejar tu tiempo”, “Nadie te dice qué hacer”, “Vos sos tu propio jefe”. Pero la realidad es que las condiciones están impuestas por una empresa invisible, por un algoritmo que decide sin transparencia. La deuda no es solo externa: es una forma de vida.

El crédito y la trampa de la supervivencia

El banco rechaza un préstamo, pero la billetera digital lo aprueba en segundos. “Sin papeles, sin requisitos, con pocos clics.” Un adelanto de sueldo, un préstamo express, una compra en cuotas. Mientras el país le paga al FMI con recortes, la gente paga sus gastos con deudas personales.

El supermercado ya no es un lugar de compras: es un campo de batalla. En la fila del pago, la mayoría usa crédito. Tarjeta, billetera digital, pago en cuotas. Lo necesario se compra con dinero que todavía no se tiene. El interés mensual en muchos casos es más alto que el aumento de sueldo.

Los jubilados, los empleados precarizados, los trabajadores independientes, todos caen en la misma lógica. La deuda es la única forma de sostenerse en un sistema donde el dinero vale menos cada día.

Las empresas tecnológicas no solo controlan el crédito. También saben quién lo necesita antes de que lo pida. Cada búsqueda en internet, cada conversación, cada compra genera datos que son vendidos y usados para moldear el comportamiento. Si alguien busca precios de comida, los anuncios que le aparecen ofrecen préstamos rápidos. Si alguien mira ofertas de trabajo, le llegan propuestas de empleo precarizado. La plataforma sabe lo que necesita antes de que lo sepa.

El gobierno de las plataformas

Las plataformas no solo organizan el trabajo y las finanzas. También son las dueñas de la información.

Antes, un gobierno podía subir o bajar impuestos, podía generar empleo, podía decidir políticas económicas. Ahora, las decisiones clave están en manos de empresas que no rinden cuentas a nadie.

Si un país quiere regular a las plataformas, la respuesta es inmediata: amenaza de retiro, lobby en los medios, presión en organismos internacionales. Los gobiernos dependen de estas empresas para recaudar impuestos, para administrar el comercio, para gestionar la economía digital. No tienen poder real sobre ellas.

Un país endeudado no puede desafiar a las plataformas. Si lo intenta, corre el riesgo de perder inversión, de generar incertidumbre en los mercados. Pero al mismo tiempo, permitir que las plataformas operen sin regulación profundiza la crisis.

Las plataformas no invierten en infraestructura, no generan empleo de calidad, no distribuyen riqueza. Solo extraen. Extraen trabajo sin derechos, extraen datos sin consentimiento, extraen dinero con sistemas financieros opacos. En un país sin recursos para sostener un Estado fuerte, ellas terminan gobernando.

El futuro hipotecado

Los jóvenes trabajan mientras estudian, pero trabajan tanto que no pueden estudiar. Algunos abandonan. “No hay futuro”, dice un pibe mientras pedalea en una bicicleta con el logo de una app de delivery. Otros resisten, intentan organizarse, buscan alternativas. Pero la sensación de que todo está determinado desde afuera es fuerte.

Las plataformas digitales y los organismos de crédito internacional son estructuras diferentes, pero actúan igual. No producen bienes, pero administran recursos esenciales. No son gobiernos, pero definen políticas públicas. No están en el día a día de las personas, pero afectan cada decisión que toman.

El FMI le dice a un país que para pagar su deuda tiene que ajustar su gasto. Las plataformas le dicen a una persona que para ganar más dinero tiene que trabajar más horas. El FMI impone condiciones a un gobierno. Las plataformas imponen condiciones a sus trabajadores y usuarios.

El resultado es el mismo: cada vez menos margen para decidir, cada vez menos espacio para pensar en el futuro. Se trabaja más, se tiene menos, se depende de un sistema que solo beneficia a los de arriba.

Pero la historia no está cerrada. Aunque el poder de las plataformas y del FMI parezca absoluto, no es indestructible. Las crisis han derrumbado imperios, han generado nuevas ideas, han abierto caminos que parecían imposibles.

Hoy, la gente sobrevive como puede. Pero también resiste. Porque aunque nos digan que no hay alternativa, siempre hay una forma de recuperar lo que nos quieren quitar.

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